Las que soléis leer este blog sabéis muy bien que soy de compartir muchas vivencias personales y opiniones varias. ¿A quién le importa? Ya, pero a lo mejor hay alguien a quien sí le sea de utilidad, y con eso, ya estoy más que satisfecha. Desde que era muy niña, sentía que yo era diferente a todas las niñas que conocía. No encajaba en los moldes que la sociedad, simplemente. Siempre digo que era como si llevara puesta ropa incómoda y que me asfixiaba. Sin embargo, el miedo al rechazo y a la discriminación hacía que estuviera en un armario invisible, uno que yo misma había construido con mis temores y dudas. Y que ni siquiera sabía que existía. Y es que sin saberlo, me daba miedo el estigma.

La sombra del estigma

El estigma es una sombra alargada que se proyecta sobre tu vida, haciendo mucho más oscuro el camino hacia la autoaceptación. En mi caso, esa sombra se alimentaba de los comentarios que los niños hacían de vez en cuando en el colegio, de las miradas de desaprobación en la calle, de los chistes homófobos cuando estaba con la familia. Cada una de estas experiencias añadía un candado más a la puerta de mi armario. 

El peso de las expectativas

Si digo que la sociedad ha avanzado mucho desde entonces, miento, pero todavía arrastra el lastre de ciertas expectativas tradicionales. Crecer en un entorno donde se da por sentado que seguirás un camino predeterminado —casarte con alguien del otro sexo, tener hijos, embarcarte en ciertas carreras profesionales— puede ser muy difícil cuando sabes que tu realidad es otra. El miedo a decepcionar a quienes más quieres se convierte en una carga insoportable.

El proceso de desaprenderlo todo

Siempre digo que es mucho más complicado desaprender cosas que aprenderlas, y el problema es que aceptarte a ti misma implica un proceso de desaprendizaje que es muy duro a veces. Hay que librarse de los prejuicios que tenemos interiorizados, de las ideas preconcebidas sobre lo que significa ser «normal» o «aceptable». En mi caso, este proceso fue lento y doloroso. Cada paso hacia la autoaceptación era como arrancar una capa más de piel, dejando ver debilidades que había tenido ocultas durante años.

Y llegó el momento de la verdad

Al final me di cuenta de que el dolor de vivir una vida que no era la mía fue mucho mayor que mi miedo al rechazo. Menos mal. Ahí por fin comprendí que la verdadera libertad está en ser uno mismo, sin disfraces ni excusas. Salir del armario fue una serie de pequeños pasos, de conversaciones honestas, de enfrentamientos con mis propios miedos. 

Hoy, miro atrás y me doy cuenta de cuánto tiempo y energía desperdicié preocupándome por lo que otros pudieran pensar. El estigma sigue existiendo, sería una soberana tontería negarlo, pero ya no puede definirme ni hacerme infeliz. He aprendido que la autoaceptación es un acto de valentía y de amor propio, y que vivir de manera auténtica es el mejor antídoto contra el miedo y la discriminación.

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