A eso de las 1 pm, hora local del domingo 14 de septiembre de 1986, la azafata del vuelo BA4572 de British Airways anunció el descenso y entonces Ona miró a través de la ventana del avión y divisó el sol a lo lejos, lanzando rayos contra el mundo, más abajo, cientos de nubes como algodones apelotonados, entrelazados, superpuestos. De repente el sol desapareció y tan solo vio nubarrones oscuros que discurrían trepidantes por la ventanilla. Sintió que todo temblaba y en ese momento aparecieron esos mensajes luminosos en los que alguien se pone un cinturón y en los que un cigarrillo queda sepultado tras una gran aspa roja. Ona estaba asustada. Miró a su alrededor tratando de encontrar los cálidos ojos de su madre, para luego escuchar cualquiera de sus frases siempre reconfortantes, cualquiera de sus comentarios dispuestos a lo largo de sus 18 años de vida para ayudarle a entender mejor el mundo, como una nota de autor a pie de página :
-Tranquila cariño, son sólo turbulencias.
Pero entonces recordó que su madre se había quedado en Barcelona, llorando en el vestíbulo del aeropuerto junto a su padre, que también lloraba por dentro al verla subir por las escaleras mecánicas que la conducían a la terminal de salidas.
Ona supo en ese momento que estaba sola en ese avión, que no había ninguna mano a la que aferrarse, sólo ella y el mundo que se abría ante sus ojos, ella y el mar que se estrellaba contra las rocas mientras el avión descendía y se adentraba en Inglaterra por el sur, ella y una sinuosa llanura verde salpicada de casas unifamiliares, de carreteras entrelazadas por las que en esos momentos ya se distinguían coches circulando. El avión continuó su descenso, un, dos, tres, cuatro, y se deslizó a lo largo de la pista. Algunos se empezaron a levantar, a abrir el compartimiento de los equipajes, ella permaneció sentada, observando el mundo que quedaba al otro lado de la ventanilla y al que siempre quiso venir desde que se propuso ser intérprete de idiomas. Ona se sintió como Armstrong cuando pisó la luna, pensó que iba a dar un gran paso para su vida cuando puso el pie en el finger porque su futuro estaba a punto de empezar. Y tal vez tenía razón. Todo estaba a punto de comenzar.
Buscó una cabina telefónica y llamó a sus padres, a su novio Joan y después salió del aeropuerto de Gatwick arrastrando su maleta. Lugo buscó el autocar que la llevaría a Éxeter atravesando un paisaje verde salpicado de ovejas pastando y ardillas fugaces. Observó por la ventanilla los coches circulando por la izquierda en aquel mundo hecho del revés. Seis horas más tarde estaba en su nueva casa ubicada en una urbanización situada en un área un tanto apartada del centro, en uno de los límites de la ciudad. Instantes después, colocaba su ropa en el armario de su nueva habitación, su gel en la repisa de su nuevo baño y en apenas unos minutos, su casera le tendía una taza de té través de la puerta de su cuarto.
-Ouna, a cup of tea?
-Thank you.
A partir de ese momento, supo que ya nunca más, al menos mientras estuviera en Inglaterra, iba a ser Ona, sino Ouna.
Media hora más tarde su casera, Fiona volvió a golpear la puerta.
-Dinner is readyyyyyyyyyyyy
Eran las 7 p.m y estaba a punto de comer unos espaguetis boloñesa. En ese momento pensó que tenía que adaptarse lo más rápido posible a esta nueva forma de vida, a cenar pronto, a los coches circulando por la izquierda si no quería morir atropellada en cualquier paso de peatones, a las yardas, a las pintas, a la sempiterna lluvia que lo mojaba todo, todo el día, y a las ventanas sin persianas. Aquella noche se fue a la cama y estuvo dando vueltas y más vueltas durante horas y horas, como cuando era niña y al próximo día se marchaba de excursión. A la mañana siguiente, cuando la luz entró sin remedio en su habitación y logró despertarla a eso de las 6, tan solo había dormido dos horas. Estuvo remoloneando durante una media hora hasta que logró levantarse. Desayunó rápido y cogió un autobús que la dejó en el centro y después de andar unos diez minutos, encontró el jardín que rodeaba el edificio del colegio, una casa antigua resguardada por una decena de árboles centenarios. Leyó el cartel de la verja: The Exeter School of English.
Aquella mañana de lunes, Ona empujó la pesada puerta de la entrada y una campanilla sonó encima de su cabeza. Llegaba tarde. Un hombre con barba blanca y abundante y una pipa en la mano la saludó:
-Morning, my name is Richard Haddon. Is that you Ouna Bassols?
-Yes.
-Nice to see you.
-Nice to see you, too-respondió Ona.
-Come on little lady, you are late.
-I’m sorry- dijo, y le siguió. Lo sentía de verdad, Ona odiaba llegar tarde a los sitios.
El hombre le tendió un formulario, le dijo que debía de hacer un pequeño examen oral y escrito para conocer su nivel de inglés y le dio una taza té con su nombre garabateado en ella que tuvo que colocar en una alcayata, al lado de una treintena de tazas de varios colores. Echó un vistazo rápido y leyó los nombres escritos en ellas: Yuki, Misako, Yoshimi, Tariq, Marie, Sylvie, Astrid, Reza, Imran, Jamal, Karl, Giussy….Carmen. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tan solo había otra estudiante española en aquel colegio en el que se refugiaban jóvenes iraníes e iraquíes que huían de la guerra, algunos japoneses y unos cuantos europeos del norte.
Ona se incorporó al examen que ya había empezado en una sala contigua a la cafetería y estuvo examinándose durante toda aquella mañana junto a cinco alumnos para los que también aquél era su primer día en la escuela. A eso de la 1pm salió al jardín, hacía sol y se sentó en un rincón saboreando una taza de café, y mientras comía un sándwich, rebuscó entre los estudiantes sentados en grupos sobre el césped, pero sólo encontró ojos rasgados, rostros centroeuropeos, árabes….de pronto la observó, tumbada sobre la hierba, dibujando aros de humo que ascendían hacia el cielo, con su cazadora de piel protegiéndola del frío, jugueteando con un paquete inconfundible de Ducados con su mano izquierda. En ese momento supo que la había encontrado. Sin duda, aquélla era Carmen.
(Continuará el viernes próximo)
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