Empujé la puerta de acceso y aparecí en la recepción:
– Vengo a una sesión fotográfica para el Magazine de la Vanguardia.
– Aguarde un momento por favor. Ahora vienen a buscarla.
Me pidió que me sentara en un sofá anexo y así lo hice. En una mesa de centro habían dispuestas algunas revistas, así es que ojeé alguna de ellas mientras esperaba. Dos minutos más tarde oí un taconeo. Primero lo escuché muy lejos, después, cada vez más cerca hasta que cesó a mi lado. Aquella mujer depositó su mano en mi hombro izquierdo.
– Disculpe, ¿Madame O?
Me giré hacia mi hombro izquierdo, donde ella había puesto su mano. La reconocí, era la extraña del edificio de enfrente, pero no me atreví a decir nada. Me quedé perpleja frente a ella. Su presencia me había dejado desconcertada y ella se había dado cuenta.
– Sí, soy Madame O
– Sí…. ya sé quién eres. Te reconocí en cuanto me enseñaron tu foto. Ven conmigo por favor.
Jugaba con ventaja. Ella me esperaba. Seguramente mi agente les había hecho llegar mi book de fotos y me había reconocido. Yo estaba totalmente azorada. Atravesamos pasillos con puertas de la que entraba y salía gente como en un vodevil. No me hablaba, tan solo giraba la cabeza de vez en cuando y me sonreía con complicidad. Yo empecé a experimentar la misma sensación que tenía cada vez que debía salir a la pista central del circo. Unas manos invisibles me estrujaban el estómago y me apretaban la garganta. Ella parecía controlar la situación, como cuando me desafiaba con la mirada desde su casa y tal vez eso hacía que la deseara cada vez más. El aire me ahogaba tanto la garganta que necesité exhalar con fuerza.
– Éste es tu camerino.
Abrió la puerta y me pidió que pasara. Entró conmigo y me enseñó el vestuario que debía utilizar y que colgaba en el perchero interior de un armario. Después abrió la puerta de un pequeño baño que había en el camerino y me pidió que pasara. Entré primero y me miré en el espejo, ella entró después y entonces me cogió por la cintura y me empujó contra la pica del lavabo mientras metía sus manos dentro de mi blusa y me tocaba los pechos. Busqué sus labios. Sus largos brazos me asían con fuerza y yo me estaba perdiendo en ellos sin saber muy bien qué hacer. Su lengua trazaba bucles en mi boca y con sus manos me recorría con ansia. Dejé que avanzara sin decir nada, yo tan solo gemía mientras ella se introducía en mí. De repente un walky sonó.
– Ya ha llegado la gente de maquillaje.
– Que se esperen. En un minuto los recojo.
– Lo siento. Me tengo que ir_ Me dijo
Yo seguí colgada de ella, con mis labios buscando los suyos, con mis manos buscando sus manos para obligarlas a continuar. Estuvimos besándonos un tiempo corto pero al final ella se fue.
-Me tengo que ir. No te cambies de ropa. Primero tienen que maquillarte.
-De acuerdo
-Te veo luego. ¿Vale? Vengo en cuanto la gente de maquillaje lo tenga todo preparado. No creo que tarde.
Se marchó, y me quedé flotando en una esquina del camerino, como un globo perdido en una fiesta, como un globo que se hubiera escapado de las manos de un niño ascendiendo sin remedio, sin encontrar el momento de volver a la realidad.
Minutos más tarde regresaba para acompañarme a la sala de maquillaje. Volvimos a besarnos fugazmente antes de abandonar el camerino. Nos quedamos abrazadas. Noté que mi corazón iba a cien.
– ¿Qué haces esta noche?_Me dijo
– Nada. Supongo que veré alguna película en la tele.
– Me apetece verte
– Yo también quiero verte.
No me hizo falta darle mi teléfono, ya lo tenía.
– Pertenecer al equipo de producción me da ciertas ventajas. Casi lo sé todo de ti.
Me acompañó hasta la sala de maquillaje y allí se despidió de mí.
– Yo me tengo que marchar_ Me dijo. Estoy trabajando en otro tema y no creo que esté en la sesión de fotos, pero vas a estar bien. Mi compañera es la que se encargará de vosotros.
La sesión de fotos fue larga y dura. No volví a verla, pero cuando regresé a mi camerino, encontré un mensaje en mi Blackberry:
-Salta desde tu terraza. Te espero al otro lado de la calle con los brazos abiertos. Te llamo esta noche.
Y fue así. A eso de las nueve, mi blackberry sonó y escuché su voz al otro lado del teléfono y entonces salí a la terraza y la descubrí al otro lado de la calle. Y yo me erguí sobre la barandilla de mi ático, me agarré a un columpio imaginario que pendía de la cúpula del cielo y sobrevolé la calle que me separaba de ella para dejarme caer en su casa. Y entonces nos arremolinamos en cada uno de los rincones de su piso y nos comimos a besos y abrazos para después perdernos entre las sábanas de su cama horas y horas.
Y allí nos quedamos, sin apenas hablar, tan solo descubriéndonos, viviendo en un país imaginario que nos acabábamos de inventar y que tan solo ella y yo conocíamos, un país que no salía en los mapas, para que nadie lo encontrara y pudiera traspasar sus fronteras rompiendo aquellos momentos que tan solo nos pertenecían a nosotras.
Por las mañanas, mientras ella trabajaba yo ultimaba compras, comía con amigas, visitaba a mis padres, alguna vez hablé con Ángel pero evité verle, supongo que no entendió muy bien qué estaba pasando pero respetó mi espacio…por las noches, yo regresaba a su lado y vivía cada segundo como si cada uno de ellos fuera el último.
Los días pasaban rápidos, desesperadamente rápidos y sin apenas darnos cuenta, llegó el día en el que debía marcharme a Canadá.
Pasamos juntas la última noche y mientras yo me quedaba perdida en sus brazos, empecé a añorarla. Me hubiera gustado quedarme a su lado, con su cuerpo pegado al mío para siempre. Hubiera querido anular aquel viaje, pero ya nada podía detener mi marcha.
El despertador sonó de madrugada. Mi avión partía a las 7 de la mañana rumbo a una nueva vida que ahora ya no deseaba. Ella se levantó conmigo, me preparó un café mientras yo me duchaba por última vez en su casa. Llamó un taxi. Nos despedimos sin querer hacerlo y le prometí que volvería pronto. Cuando salí, las lágrimas apenas me dejaban ver la calle.
Una hora más tarde, el avión inició su marcha por la pista central y yo me retrepé en el asiento mirando por la ventanilla el desfile fugaz de los edificios del aeropuerto.
Perdimos el contacto con el suelo y simultáneamente escuché el sonido de las ruedas al introducirse en el avión. Barcelona empezó a convertirse en un territorio de límites definidos que menguaba a través de la ventanilla y mientras virábamos hacia la derecha con un ala apuntando hacia el mar y la otra hacia el cielo describiendo un vuelo suave de gaviota, la imaginé en su terraza, frente a mí, con sus ojos enormes abiertos de par en par y su cálido cuerpo esperándome. Y entonces soñé que volvía a asirme a un columpio imaginario y que regresaba a su terraza, a su cama, a su lado, para siempre.
FIN
En los minutos previos, entre bambalinas, mientras unos vienen y van y nosotros aguardamos nuestro turno, siento que unas manos estrujan mi estómago, mis intestinos, que presionan mi garganta hasta dejarla sin una brizna de aire. Entonces yergo mi espalda, echo hacia atrás los hombros, cierro los ojos por un instante y respiro profundamente. Es la única manera que tengo de recuperar la estabilidad interna y de enfrentarme al público. Hace quince años que me subo al trapecio ante miles de personas que a diario nos visitan, sin embargo, nunca he perdido el nerviosismo de la primera vez.
– Mesdames et monsieurs, ladys and gentelmen, señoras y señores, con todos ustedes, Gastón y Madame O.
Los aplausos retruenan en la pista central y nosotros aparecemos como de la nada. Los focos nos ciegan, nadie al otro lado de la luz, tan solo intuimos sombras, rostros desdibujados que suponemos sonríen. Entonces suena una música que tensa el ambiente, un sonido que alerta al público de que algo está a punto de ocurrir, de que algo los va a dejar paralizados en sus butacas. Y mientras ellos se retrepan en sus asientos y alzan sus cabezas, nosotros ascendemos hacia lo más alto de la carpa desprendiéndonos de todos los ornamentos que cubrían nuestro cuerpo. Allí arriba tan solo Gastón y yo, abajo el público. Me coloco en uno de los extremos de la carpa mientras él se desliza en el trapecio fijo. Sus pies arriba, quedan encajados en la barra del columpio, su cabeza cuelga, sus músculos en tensión iluminados por los focos brillan y me recuerdan el cuerpo del David de Miguel Ángel. Gastón me espera al otro lado con su cuerpo rígido y fuerte pendiendo de aquella estructura fija y entonces, tras saludar al público, me agarro a un trapecio que desciende de lo más alto y sobrevuelo en zigzag la pista central. Una, dos, tres volteretas y caigo en los brazos, sus fuertes, jóvenes y musculosos brazos que nunca me han defraudado, que nunca me han dejado caer. Gastón me coge de las manos y me obliga a doblarme sobre mí misma quedándome con la cabeza colgando y recibiendo todo un torrente de sangre en mi cerebro. El público enloquece ante la fuerza de Gastón, ante mi osadía y a mi desafío. Los tambores anuncian el más difícil todavía, poniendo la banda sonora a un sinfín de mortales que generan la exclamación de la sala y que concluyen cuando Gastón me agarra de los tobillos y me coloca boca abajo. Por unos instantes, veo el mundo desde otro punto de vista, en posición cenital, de repente el cielo es suelo, la tierra ya no está bajo mis pies…..
Unas semanas más tarde, cuando entré en contacto con aquella mujer, mi vida dio un triple salto mortal, todo se desbarató y se puso del revés, como cuando trazaba piruetas imposibles en el aire y entonces, como si en el otro extremo estuviera Gastón, me dejé caer en sus brazos.
Continuará…
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