Los días siguientes anduve por casa preparándome para viajar a Canadá, abriendo armarios y rebuscando ropa de abrigo, zapatos de invierno, algo de ropa de cama…y en los momentos de descanso, me asomaba a la terraza y dirigía la mirada hacia el edificio de enfrente para buscarla entre las bambalinas de su casa sin lograrlo. Sus persianas permanecieron cerradas durante los tres días siguientes a nuestro primer encuentro fugaz. Había desaparecido. Empecé a barajar la posibilidad de que tal vez nunca hubiera existido, de que su visión hubiera sido una alucinación fruto de algún juego de luces y sombras, pero al cuarto día, mientras me preparaba para desayunar en la terraza observé sus persianas alzadas y los visillos mariposeando en las ventanas. Aquella casa había cobrado vida.
Mi mirada se quedó prendida del piso de enfrente y al cabo de unos minutos, distinguí un cuerpo en el interior y antes de que pudiera reaccionar, apareció en la terraza. Tal vez me vio desde su casa y decidiera salir para reencontrarse conmigo, quizás salió sin más, el caso es que estaba allí, frente a mí. Sacó un paquete de cigarrillos de un bolsillo y extrajo un pitillo. Se puso a fumar y mientras el humo salía de sus labios me miró y yo a ella. Me pareció alta, 35 años como mucho, más o menos de mi misma edad, o quizás menos, era rubia y tenía una melena larga y lisa. Me sonrió. Lanzó una última bocanada al aire, extinguió el cigarrillo en un cenicero y antes de meterse en su casa, se despidió con un ligero ladeo de cabeza. Seguí sus movimientos con la mirada y observé que cogía un casco. Luego cerró la puerta. Miré hacia la calle y al momento la vi salir, montarse en una moto, una vespa de color rojo y zigzaguear entre los coches para luego desaparecer.
A ése día siguieron otros. Siempre la misma rutina. Un juego de miradas que terminaba cuando ella se perdía en su casa y se marchaba, supongo que al trabajo, conduciendo su vespa roja. Hubiera querido alargar mi brazo y tocarla. Aunque nunca había besado a una mujer, deseaba hacerlo. ¿Por qué ahora? ¿Por qué a ella?
El sonido de mi blackberry y el nombre de Martín, mi representante, parpadeando en la pantalla me devolvieron al presente más presente y evitaron respuestas que no podía encontrar.
_ ¿Te interesa un dinerito extra y fácil antes de perderme de vista?
Al parecer el Magazine de La Vanguardia había decidido hacer un reportaje sobre ropa interior utilizando como escenario el mundo del circo y para acompañar a las modelos, habían pensado incluir acróbatas, trapecistas…a ser posible con alguna pequeña historia digna de mención en el reportaje. Que yo estuviera haciendo las maletas para marcharme a Canadá a impartir clases en una de las escuelas más importantes del mundo, les había resultado atractivo.
Dos días más tarde, a las 8 de la mañana un taxi me recogió y me llevó a un estudio fotográfico en la zona del Poble Nou. El coche aparcó en una calle que parecía estar totalmente abandonada, como si aquella parte de la ciudad hubiera sufrido una explosión nuclear que hubiera extinguido a la población y yo fuera la única superviviente.
Miré alrededor. Tan solo algunos coches aparcados de forma aleatoria, y frente a la entrada del edificio algunas motos, entre ellas, una Vespa roja.
(Continuará…)
En los minutos previos, entre bambalinas, mientras unos vienen y van y nosotros aguardamos nuestro turno, siento que unas manos estrujan mi estómago, mis intestinos, que presionan mi garganta hasta dejarla sin una brizna de aire. Entonces yergo mi espalda, echo hacia atrás los hombros, cierro los ojos por un instante y respiro profundamente. Es la única manera que tengo de recuperar la estabilidad interna y de enfrentarme al público. Hace quince años que me subo al trapecio ante miles de personas que a diario nos visitan, sin embargo, nunca he perdido el nerviosismo de la primera vez.
– Mesdames et monsieurs, ladys and gentelmen, señoras y señores, con todos ustedes, Gastón y Madame O.
Los aplausos retruenan en la pista central y nosotros aparecemos como de la nada. Los focos nos ciegan, nadie al otro lado de la luz, tan solo intuimos sombras, rostros desdibujados que suponemos sonríen. Entonces suena una música que tensa el ambiente, un sonido que alerta al público de que algo está a punto de ocurrir, de que algo los va a dejar paralizados en sus butacas. Y mientras ellos se retrepan en sus asientos y alzan sus cabezas, nosotros ascendemos hacia lo más alto de la carpa desprendiéndonos de todos los ornamentos que cubrían nuestro cuerpo. Allí arriba tan solo Gastón y yo, abajo el público. Me coloco en uno de los extremos de la carpa mientras él se desliza en el trapecio fijo. Sus pies arriba, quedan encajados en la barra del columpio, su cabeza cuelga, sus músculos en tensión iluminados por los focos brillan y me recuerdan el cuerpo del David de Miguel Ángel. Gastón me espera al otro lado con su cuerpo rígido y fuerte pendiendo de aquella estructura fija y entonces, tras saludar al público, me agarro a un trapecio que desciende de lo más alto y sobrevuelo en zigzag la pista central. Una, dos, tres volteretas y caigo en los brazos, sus fuertes, jóvenes y musculosos brazos que nunca me han defraudado, que nunca me han dejado caer. Gastón me coge de las manos y me obliga a doblarme sobre mí misma quedándome con la cabeza colgando y recibiendo todo un torrente de sangre en mi cerebro. El público enloquece ante la fuerza de Gastón, ante mi osadía y a mi desafío. Los tambores anuncian el más difícil todavía, poniendo la banda sonora a un sinfín de mortales que generan la exclamación de la sala y que concluyen cuando Gastón me agarra de los tobillos y me coloca boca abajo. Por unos instantes, veo el mundo desde otro punto de vista, en posición cenital, de repente el cielo es suelo, la tierra ya no está bajo mis pies…..
Unas semanas más tarde, cuando entré en contacto con aquella mujer, mi vida dio un triple salto mortal, todo se desbarató y se puso del revés, como cuando trazaba piruetas imposibles en el aire y entonces, como si en el otro extremo estuviera Gastón, me dejé caer en sus brazos.
Continuará…
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