Por fin el verano languideció y su final devolvió a Gastón a París y a mí, a mi ático en el centro de Barcelona. La gira por Europa había sido muy intensa y yo estaba francamente agotada. Cada vez mi cuerpo me demandaba más y más descanso. Ya no aguantaba aquellos viajes como antes y cada vez más, necesitaba el refugio de mi casa a la vez que me pesaba aquella vida nómada. Ya no me sentía con fuerzas para seguir viviendo así, o mejor dicho, ya no me satisfacía vivir así. Por ese motivo, cuando aquel verano recibí la llamada de la Escuela Nacional de Circo de Canadá proponiéndome un puesto como profesora, decidí aceptar. Esta vez dije sí. Ya estaba preparada para enseñar todo lo que sabía, para dar paso a mi relevo. Gastón también necesitaba una trapecista nueva y más joven que pudiera seguirle unos años más y yo debía retirarme. Recuerdo que lloró cuando nos despedimos en la estación de Montpellier, pero él sabía que ese momento llegaría algún día y que en el fondo, mi decisión seria beneficiosa para su carrera. Me agarró con sus fuertes brazos como había hecho durante aquellos cinco años y así permanecimos unos instantes, hasta que la voz metálica y reverberante de los altavoces, anunció la salida de mi tren.
El regreso a Barcelona supuso el reencuentro con mi familia, con amigos y con amantes ocasionales en los que no buscaba nada más que sexo. Fue en una de esas citas, en las que sucedió un hecho que trastocó mi rutina. Había quedado con Ángel. Me gustaba hacer el amor con él. Hacía tanto tiempo que lo hacíamos que conocíamos cada pliegue, cada gesto, cada suspiro, cada gemido a la perfección… disfrutábamos el uno con el otro, de hecho, muchas veces durante mis giras, había venido a visitarme.
Quedamos el miércoles. Ángel llegó hacia las 10 de la noche y fuimos a cenar a La Venta, uno de nuestros restaurantes favoritos y después nos tomamos unas copas en el Mirablau mientras contemplábamos la silueta de Barcelona. Cuando regresamos a casa ya era bien entrada la madrugada, alrededor de las 4. Hacía calor, ese calor que vuelve inesperadamente casi a finales de septiembre y que nos da una tregua antes de que prevalezca el triste invierno, así es que decidimos instalarnos en la terraza de mi ático y tomarnos la última copa. Encendí una pequeña vela, preparé unos gintonics y mientras los tomábamos nos fuimos desnudando, empezamos a acariciarnos, a lamernos… sin darnos cuenta estábamos haciendo el amor. Sus manos se hundieron en mis pliegues más cálidos y húmedos y a medida que me ganaba, sentí que todo él se erizaba. Le pedí que se metiera dentro de mí, que se hundiera en mí hasta que nos quedamos extenuados sobre la tumbona.
Segundos más tarde, Ángel se incorporó y se perdió en el interior de mi casa. Escuché el estallido del agua sobre el plato de la ducha y mientras me llegaba el rumor de cientos de gotas estrellándose en la loza, me acerqué a la barandilla de la terraza. Fue entonces cuando descubrí el reflejo de una televisión encendida en el edificio de enfrente que dibujaba sombras en el piso que quedaba a la altura de mis ojos, como un calidoscopio en blanco y negro. Aquella luz me permitió distinguir un cuerpo sentado en la terraza. Alguien estaba fumándose un cigarrillo y parecía mirarme, aunque aquello era una simple suposición, ya que apenas distinguía su cara, tan solo acertaba a intuirla. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿Nos había visto mientras hacíamos el amor? O ¿tal vez acababa de aparecer? Puede que no nos hubiera visto y que a pesar de parecer observarnos, ni siquiera supiera que estábamos allí.
Retrocedí. Mi primer instinto fue meterme en mi casa, pero un impulso extraño me devolvió tras la barandilla y allí me quedé, inmóvil, cubriéndome los pechos con mis manos. Para aquel entonces, mi vista ya se había acostumbrado a la oscuridad y me había dado cuenta de que era una mujer la que nos observaba desde el otro extremo de la calle. Ella lanzó dos bocanadas densas de humo que se difuminaron nada más emerger de su boca y mientras lo hacía, sentí que me retaba con su mirada, una mirada intensa, de esas que una no ve, pero que siente hasta en el alma. De repente, me di cuenta de que estaba a merced de aquella mujer. Su simple mirada me había convertido en un ser vulnerable. Me sentí excitada de nuevo, húmeda, caliente otra vez. En ese momento, Ángel me llamó:
-Ven a la cama.
Me aparté de la barandilla y me acerqué a la puerta que separaba la terraza del salón para responderle.
-Ahora vengo. Vengo en un minuto- le dije
Pero regresé a la barandilla para reencontrarme con aquella mujer. No estaba. Había desaparecido. La noche volvió a ser oscura. Me fui a la cama y me acosté al lado de Ángel pero desde ese momento no dejé de recordar a la mujer de enfrente.
Continuará…
En los minutos previos, entre bambalinas, mientras unos vienen y van y nosotros aguardamos nuestro turno, siento que unas manos estrujan mi estómago, mis intestinos, que presionan mi garganta hasta dejarla sin una brizna de aire. Entonces yergo mi espalda, echo hacia atrás los hombros, cierro los ojos por un instante y respiro profundamente. Es la única manera que tengo de recuperar la estabilidad interna y de enfrentarme al público. Hace quince años que me subo al trapecio ante miles de personas que a diario nos visitan, sin embargo, nunca he perdido el nerviosismo de la primera vez.
– Mesdames et monsieurs, ladys and gentelmen, señoras y señores, con todos ustedes, Gastón y Madame O.
Los aplausos retruenan en la pista central y nosotros aparecemos como de la nada. Los focos nos ciegan, nadie al otro lado de la luz, tan solo intuimos sombras, rostros desdibujados que suponemos sonríen. Entonces suena una música que tensa el ambiente, un sonido que alerta al público de que algo está a punto de ocurrir, de que algo los va a dejar paralizados en sus butacas. Y mientras ellos se retrepan en sus asientos y alzan sus cabezas, nosotros ascendemos hacia lo más alto de la carpa desprendiéndonos de todos los ornamentos que cubrían nuestro cuerpo. Allí arriba tan solo Gastón y yo, abajo el público. Me coloco en uno de los extremos de la carpa mientras él se desliza en el trapecio fijo. Sus pies arriba, quedan encajados en la barra del columpio, su cabeza cuelga, sus músculos en tensión iluminados por los focos brillan y me recuerdan el cuerpo del David de Miguel Ángel. Gastón me espera al otro lado con su cuerpo rígido y fuerte pendiendo de aquella estructura fija y entonces, tras saludar al público, me agarro a un trapecio que desciende de lo más alto y sobrevuelo en zigzag la pista central. Una, dos, tres volteretas y caigo en los brazos, sus fuertes, jóvenes y musculosos brazos que nunca me han defraudado, que nunca me han dejado caer. Gastón me coge de las manos y me obliga a doblarme sobre mí misma quedándome con la cabeza colgando y recibiendo todo un torrente de sangre en mi cerebro. El público enloquece ante la fuerza de Gastón, ante mi osadía y a mi desafío. Los tambores anuncian el más difícil todavía, poniendo la banda sonora a un sinfín de mortales que generan la exclamación de la sala y que concluyen cuando Gastón me agarra de los tobillos y me coloca boca abajo. Por unos instantes, veo el mundo desde otro punto de vista, en posición cenital, de repente el cielo es suelo, la tierra ya no está bajo mis pies…..
Unas semanas más tarde, cuando entré en contacto con aquella mujer, mi vida dio un triple salto mortal, todo se desbarató y se puso del revés, como cuando trazaba piruetas imposibles en el aire y entonces, como si en el otro extremo estuviera Gastón, me dejé caer en sus brazos.
Continuará…
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