Me amaba tanto que me dio su corazón. Lo puso en mis manos una tarde lluviosa de junio. Le gustaban mis manos, decía que eran grandes y sinceras, que su corazón estaría a buen recaudo mientras yo lo sostuviera, lo protegiera y lo llevara siempre conmigo.
Yo la creí, a pesar de mis inseguridades. Nunca pensé que una mujer como ella, tan guapa, tan culta, tan perfecta, podría enamorarse de una mujer como yo, tan estándar, tan normal, tan del montón.
La amaba tanto que quise parecerme a ella, ser como ella, ser ella, para sostener su corazón con la cabeza bien alta. Me esforcé por ser más culta, más esbelta, me empeñé en engordar mi cerebro, en adelgazar mi cuerpo. Odiaba mis anchas caderas, luchaba contra las cartucheras. Un día, en plena lucha, advertí que mis manos no eran las mismas, habían menguado, tanto que no podían ya resguardar su corazón. Quizá por eso se sintió insegura y me lo pidió de vuelta. Quizá por eso buscó otras manos, más grandes, como lo fueron antaño las mías.
Quizá no me amaba tanto.
Cuando se fue, las manitas me quedaron vacías. Lloré, desesperé de angustia, apretando los puñitos juré que pronto volvería a ser yo misma. Aquella noche no masajeé las cartucheras con el potingue anticelulítico, no veía por qué si no tenía para quién.
A la mañana siguiente me pareció que mis manos habían ganado algún milímetro.
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