Lesbianarium 78: "BaiLES"

—No, gracias, no sé bailar.
Isadora había repetido esa misma frase miles de veces desde que entró en la adolescencia, y por eso ahora, a sus treinta y tres, ni siquiera era consciente de que la estaba pronunciado de nuevo para quitarse de encima a un chico en el pub de moda. Nunca se le dio bien bailar, a pesar de los intentos de su padre por enseñarle cuando era niña. Le resultaba fácil y divertido poner los piececitos sobre los de su padre y tratar de seguir el ritmo de la música abrazada a su cintura. Pero eso no era bailar. Hacia los catorce empezó a salir los sábados con algunas amigas, pero pronto dejó de hacerlo porque a todas les encantaba bailar, y además lo hacían de maravilla. Y no es que Isadora no lo intentara, animada por sus compañeras, para tratar de contentarlas y sentirse más integrada en el grupo. Una y otra vez, se agarraba lo mejor que podía al primero que se le acercaba y ponía todo su empeño en seguir el ritmo, pero siempre era un desastre. A los cinco segundos ya le había pisado; a los diez, el chico le decía que no estuviera tan tensa, que se dejara llevar; hasta que, a media canción, se daba por vencido y la dejaba plantada en la pista con cualquier excusa. Entonces, Isadora volvía a su rincón y pedía una cerveza tras otra hasta que sus amigas se cansaban de mover el esqueleto y se reunían con ella para marcharse juntas a casa. Y así muchas noches, hasta que un día decidió dejar de sentirse ridícula y tomó la determinación de no volver a intentarlo. De ahí lo de rechazar cualquier invitación, tal como acababa de hacer ahora mismo.
Desde su rincón, Isadora observaba bailar a las parejas con una cerveza en la mano y un destello de envidia en la mirada. Había venido sola, porque sus amigas de siempre se habían ido casando y ya no salían los sábados por la noche. Por suerte, faltaba poco para la hora del cierre y pronto podría marcharse a casa. Entre sorbo y sorbo se preguntaba por qué seguía empeñada en acudir a locales donde pocas cosas pueden hacerse aparte de bailar. Miró el reloj. Las dos y media. Al levantar de nuevo la vista, sus ojos se toparon con los de una chica, de pie frente a ella.
—Hola, soy Natalia —se presentó—. Hace rato que te observo. Es fácil fijarse en ti, no te has movido de sitio en toda la noche. ¿Cómo te llamas tú?
—Me llamo Isadora. Yo también te he visto, bailas muy bien.
—Me defiendo, nada más. ¿Quieres que bailemos?
—Sí, claro —respondió Isadora sin dudar, pero enseguida se dio cuenta de que había aceptado una invitación por primera vez desde hacía muchos años, y no lo entendía. Intentó echarse atrás, muerta de miedo.
—Quiero decir que no, gracias, no sé bailar, haría el ridículo a tu lado.
Natalia insistió sin dejar de mirarla a los ojos.
—Tienes nombre de bailarina, como la Duncan, es imposible que hagas el ridículo. Y no estarás a mi lado, estarás frente a mí —sentenció Natalia sonriendo y arrastrando a Isadora hacia la zona de baile.
Aquella noche, Isadora no pasó por casa. Estuvo bailando con Natalia hasta el amanecer, en el pub repleto de gente, por las calles de la ciudad dormida y sobre la arena de la playa desierta. Hasta donde era capaz de recordar, jamás se había sentido tan ligera.

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