Lesbianarium 77: "Corazón robado"

Su madre se lo había advertido muchas veces; sus amigas, también. “Te entregas demasiado, vas a sufrir mucho en esta vida”, le decían cada vez que Ángela les contaba su último fracaso amoroso. Pero Ángela entendía el amor como una experiencia profunda y global en la que solo cabía la entrega absoluta. El problema era que, la mayoría de las veces, solo se entregaba ella, mientras que la otra lo hacía a medias, muy poco o casi nada.
Total, que todavía no había cumplido los treinta y ya le faltaban dedos en las manos para contar sus múltiples desengaños. Siempre lo mismo, la historia empezaba bien, muy bien, pero al cabo de nada, cuando Ángela estaba convencida de haber encontrado a su media lesbiana, la otra se arrugaba y desaparecía sin más. Y todas le decían lo mismo, que se sentían demasiado comprometidas en la relación y que no querían renunciar a su libertad.
Esta vez no había sido diferente. Juana se fue la mañana del 23 de abril, después de una noche de pasión y ternura como tantas otras. Cuando salió de la ducha, Juana le dijo que lo suyo había terminado y que se iba. Ángela no tuvo tiempo de regalarle el libro y la rosa que había comprado para ella y que había escondido en el segundo cajón de la cómoda. Desayunó sola por primera vez en tres meses, y el zumo de naranja diluido en lágrimas le supo mucho más ácido que de costumbre.
A media mañana, se vistió y salió a la calle para hacer lo de siempre. Por suerte, vivía a escasas manzanas de la comisaría de Mossos d’Esquadra de su distrito. La agente apostada en la puerta la saludó con familiaridad y cierta tristeza en la mirada.
—Buenos días, Ángela, ¿de nuevo por aquí? Otra denuncia, supongo…
—Hola, agente. Pues sí, ya lo ve. ¿Puedo hablar con la Sargenta Godall?
—Por supuesto, la tercera puerta a la derecha. Entre sin llamar, ahora mismo no está atendiendo a nadie, hoy el día está tranquilo.
Ángela encontró a la Sargenta sentada a su mesa detrás de la tercera puerta a la derecha. Miriam Godall la saludó con la vista y la invitó a sentarse. Conocía de sobra el motivo de su visita, pero aún así debía preguntárselo.
—Pues nada, Sargenta, que han vuelto a robarme el corazón.

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