—Señora, ¿puedo ayudarla?
Luz está tan absorta examinando una por una las camisas del colgador expositor que no se da por aludida cuando la dependienta se dirige a ella. Si en lugar de “señora” hubiera dicho “chica”, quizá se habría dado la vuelta, pero solo quizá, porque, con Luz, nunca se sabe. Más de una vez, y de dos, la han confundido con un hombre a lo largo de su vida, seguramente por los rasgos de su cara, más bien duros, o quizá por su vestimenta, bastante alejada de los cánones de lo que se considera moda femenina.
La dependienta no se rinde, una de las obligaciones de su puesto consiste en atender a los clientes sí o sí. Esta vez acompaña su pregunta con un leve toque en el hombro de Luz.
—Disculpe, ¿necesita ayuda?
—¿Perdón? —responde Luz, apartando sus ojos de las camisas por un momento para posarlos en la risueña cara de anuncio de la dependienta. A simple vista le parece una chica del montón, ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca. Normal, solo normal. Antes de contestar, Luz se fija en la acreditación de plástico con banda magnética que cuelga del bolsillo izquierdo de la blusa de la dependienta y que la identifica como “Sara Fitzbone. Supervisora de planta”.
—No, no es necesario, estoy mirando, pero gracias.
—Pues yo diría que sí —insiste la supervisora sin abandonar su sonrisa.
Luz resopla al darse cuenta de que no podrá librarse de ella con facilidad y trata de mantener el diálogo sin alterarse, aunque la paciencia nunca ha sido el punto fuerte de Luz.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué, a ver? ¿He hecho algo malo? Ya te he dicho que solo estoy mirando.
—Pero está usted mirando mal, señora.
—¿Cómo que mal? Y no me llames señora, por favor, tutéame, como yo a ti. Me llamo Luz.
—Hola, Luz, yo soy Sara, la supervisora de esta planta.
—Ya lo sé, lo pone en tu placa. ¿Eres extranjera? Lo digo por el apellido.
—La familia de mi madre es norteamericana, de Boston, y yo utilizo su apellido de soltera. Pero no he estado nunca en los Estados Unidos, ni siquiera sé ingles. Mi padre es de Murcia…
—Muy bien —interrumpe Luz mostrando poco interés— Entonces, ¿qué pasa? ¿Es que no puedo mirar?
—Por supuesto que sí, a eso vienen nuestros clientes aquí, a mirar y a comprar ropa. Pero tú estás en la sección Hombre.
Luz, que no se fija nunca en eso de las secciones sino más bien en la ropa que le gusta, levanta la cabeza y, en efecto, se da cuenta de que se encuentra en medio del departamento de ropa masculina, según indican varios carteles colgados del techo. La supervisora sigue en su pose servicial.
—La sección Mujer está ahí al fondo, ¿la ves? Si quieres, te acompaño.
—Gracias, pero es que no quiero ir a la sección Mujer, me gusta esta camisa, aunque supuestamente sea de hombre. Déjame, por favor, te busco si necesito algo, ¿de acuerdo?
—Lo siento, pero no puede ser, nuestra filosofía empresarial no permite vender ropa de hombre a mujeres ni ropa de mujer a hombres.
Luz tarda un poco en replicar, está contando mentalmente hasta diez para tratar de calmarse. Descuelga la camisa que le gusta y se la prueba por encima, sin ponérsela, solamente acercándola a su cuerpo para ver cómo le sienta el color. Al hacerlo, suena un pitido intenso y agudo que inunda la planta entera, y la dependienta sonríe, complacida.
—¡Joder, qué susto! —grita Luz— ¿Qué pasa? ¿Qué es eso?
—“Eso” eres tú —contesta la supervisora levantando la voz para hacerse oír—. Acabas de activar la alarma disuasoria, y no parará hasta que dejes la camisa en su sitio.
Con cara de incrédula, Luz aparta la camisa de su cuerpo y comprueba con horror que el pitido cesa de inmediato. Hasta tres veces repite la operación de acercamiento-alejamiento, y la alarma se activa-desactiva con precisión alemana.
—¿Quieres dejar ya de jugar? —le advierte la supervisora en un tono inquisitivo que no había utilizado hasta entonces—. Deja la camisa en su lugar y vete a tu sección.
Pero Luz ni siquiera la oye, la trampa de la alarma la ha transportado a otro plano de la realidad en el que Luz se ve a sí misma como una heroína de película de acción que debe salvar a la humanidad de un cataclismo social. Cuelga la camisa en el expositor y saca pecho para dar comienzo a su misión.
—Vamos a ver, Sara, ¿qué está pasando aquí? Quiero esta camisa y no entiendo por qué no puedo llevármela. ¿Qué más da quién la compre? ¿Y si viene una mujer y quiere comprarla para su marido, o su novio, o su hermano? ¿Qué pasa entonces? ¿También se le prohíbe hacerlo?
—No, siempre que venga acompañada por el hombre en cuestión, que sea él quien se pruebe la camisa y la saque del establecimiento. Si se siguen las normas no hay ningún problema, eres tú quien quiere saltarse el procedimiento.
Luz no logra entender el discurso de la supervisora, le parece de lo más absurdo.
—¿”El procedimiento”? ¡Por favor! ¿No has oído hablar de la ropa unisex? ¿Y de la inexistencia de géneros que defiende el estilo queer? ¿No te da vergüenza decir las cosas que dices con lo joven que eres, y más aún, siendo descendiente del linaje de las bostonianas?
—No metas a mi madre en esto, ella no tiene nada que ver. Claro que conozco la ropa unisex, pero aquí no la vendemos, aquí somos amantes del orden natural. A cada cual, lo suyo. Te doy cinco minutos para abandonar la sección. Si no lo haces, llamaré a Seguridad. Y ahora me voy, tengo otros clientes que atender, pero te estaré vigilando. Date prisa, el tiempo corre.
Sin decir más, la supervisora da media vuelta y se va por el pasillo de los pantalones. Y Luz se queda plantada junto al expositor de camisas, preguntándose si todo aquello es un sueño o si se trata de una broma pesada. Quiere esa camisa y no otra, eso está claro, pero no ve la manera de llevársela sin correr el riesgo de ser expuesta a escarnio público por un par de gorilas uniformados y sin cerebro. Después de lo de la alarma, no quiere ni imaginar lo que podría ocurrir si intentara cruzar la puerta de la tienda con la camisa colgada del brazo.
Una voz masculina, aunque bastante aguda, interrumpe los pensamientos de Luz.
—Si quieres, yo te saco la camisa de la tienda.
—¿Cómo? —pregunta Luz, medio aturdida.
—Soy Paco. He oído tu conversación con la bruja. Es tu primera vez en el búnker, ¿verdad? Lo llamamos así por su política de separación de sexos. A mí me echaron de la sección Mujer la primera vez que vine, pero no tuve tanta suerte como tú, nadie se ofreció a ayudarme, así que me quedé sin las medias de rejilla que tanto me gustaban. Mira, nena, si quieres esta camisa, dime tu talla y yo la compraré por ti. Soy tu única oportunidad de conseguirla. Pero decídete ya, porque, si no me equivoco, dentro de nada volverán a buscarte para acompañarte amablemente hasta la puerta.
—No sé qué decirte, Paco, ahora mismo estoy flipando…
—¡Uy, la bruja! Que viene, que viene… Disimula, nena…
La supervisora Sara se acerca de nuevo por el mismo pasillo por el que se había ido pocos minutos antes. Cuando llega hasta ella, Luz se anticipa para intentar demostrar una seguridad en sí misma que a todas luces no posee en ese momento.
—¿Qué quieres ahora? Sólo han pasado dos minutos. Tranquila, ya me voy.
—Venía a decirte que no vas a encontrar nada de estilo cuero.
Luz se queda desconcertada de nuevo.
—¿Estilo cuero?
—Sí, cuero. ¿Creías que hablando en catalán me ibas a vacilar? Pues vas lista. Nuestro departamento de investigación es muy eficaz. No vendemos nada de estilo “cuir”, el cuero incita al sexo y no queremos obsesos entre nuestros clientes. ¿Te vas yendo ya? Te quedan tres minutos.
La supervisora se va de nuevo, dejando otra vez a Luz con la palabra en la boca. Paco vuelve.
—Nena, la tienes enfadadísima. Jamás la había visto así. ¿Qué le has hecho?
—¿Yo? Nada. Yo solo quería esta camisa…
—Pues nada, mujer, yo te la saco, ya te lo he dicho. ¿Qué talla usas? A ver… deja que te mire… La 38, seguro.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Nena, tengo muy buen ojo. Anda, date prisa, te queda poco tiempo. Vete, yo me encargo.
—Gracias, Paco, no sé cómo agradecértelo.
—Yo sí. Antes de marcharte, pasa por la sección Mujer y compra una boa fucsia monísima que verás colgada al fondo, junto al resto de complementos. Es divina, y además la necesito para mi nuevo espectáculo. Dentro de diez minutos nos vemos fuera, en la esquina donde está la cafetería, hacemos el cambiazo y pasamos cuentas.
—Pero, oye…
—Nada de peros. Favor por favor. Corre, nena, puedo oler a los gorilas viniendo a por ti.
Luz obedece, a pesar de que le da rabia que la supervisora se salga con la suya, pero sabe que es cierto, le queda muy poco tiempo para poder salir de allí con dignidad. Se despide de Paco y se dirige hacia la sección Mujer, jurándose a sí misma que la próxima vez se las ingeniará para comprar lo que le venga en gana por sí misma. Desde la caja puede ver a Sara dirigiéndose hacia la sección Hombre con dos agentes de Seguridad.
Una llamada al móvil informa a la supervisora de que Luz ha abandonado el establecimiento. Sara sonríe, exultante. Al llegar a la sección Hombre, busca a Paco con la mirada, y Paco, con la camisa de Luz colgada en el brazo, la saluda y va a su encuentro.
—¿Cómo ha ido, Paco? —pregunta la supervisora.
—Sin problema, jefa, también ha caído, y ya van cinco hoy. Ahora mismo voy, le doy su camisa y devuelvo la boa. ¿Qué tal en la sección Mujer?
—Igual de bien, o incluso mejor. Bárbara interpreta a la perfección su papel de camionera indignada dispuesta a reventar el sistema porque no vendemos minifaldas a los gais. En lo que va de mañana ha vendido ya dos bolsos de fiesta, una pamela y unos pantalones pitillo. Bárbara y tú sois dos grandes profesionales. Os felicito en nombre de la Dirección.
—Por un momento he pensado que esa chica no picaría, pero ahora estoy seguro de que mañana estará aquí de nuevo para comprar más ropa de hombre, y no solo eso, además nos traerá a todas sus amigas desviadas.
—Claro, de eso se trata. Si esto sigue así, la nueva colección de género indefinido TRANSVERSÁTIL será un éxito en cuanto la lancemos. Gais y lesbianas pensarán que han ganado la batalla, que nos habremos visto forzados a atender sus demandas creando una línea específica para ellos. Nosotros venderemos más, y todo el mundo contento.
—¿Y habrá cuero también en la nueva colección?
—Habrá, habrá, porque nos lo piden, ya lo has visto.
—Bien pensado. Bueno, jefa, me voy, tengo que entregar la mercancía en el café de la esquina.
—Anda, ve, pero hazla esperar un poquito más, que sufra hasta el final, que esté ansiosa por ponerse nuestra ropa.
—Así lo haré… ¡Que viva el marketing!
—¡Que viva!
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Muy bueno felicidades !!!
Me sorprende que no hayan usado antes esta técnica de marketing porqué es muy buena, al menos yo iría a comprar la ropa 🙂
Gracias !!!
Nata
Nata,
Gracias a ti por seguir los relatos… Es cierto, es una muy buena técnica de marketing, y yo tampoco entiendo por qué no la han puesto en práctica… jajaj!
Saludos.
Carme