Lesbianarium 63: "... Todas las gatas son pardas"

—He sido una niña muy mala —susurra Soraya al oído de su acompañante.
—Entonces tendré que darte fuerte —contesta la acompañante, a quien Soraya ha conocido un par de horas antes en un local para mujeres con intereses sadomasoquistas. —Grabaré mi nombre a fuego sobre tu piel, para que no te olvides nunca de Estefanía.
Al oír el nombre, Soraya, enfundada en cuero negro y tendida sobre un camastro metálico, se incorpora, sorprendida.
—¿Estefanía? ¿Cómo que Estefanía? ¿No te llamabas Irma, tú?
Ahora es Estefanía quien se sorprende y baja el látigo que estaba a punto de usar.
—No, yo me llamo Estefanía.
—No puede ser. Tú eres Irma, que significa “la grande, la fuerte”. Me lo has contado tú misma mientras bebíamos champán en la barra.
—Que no.
—¿Y tampoco te haces llamar “Lady Túrmix”?
¬—No, yo soy Estefanía a secas. ¿Qué te pasa ahora? ¡Pero si me has dicho que te morías por llegar a casa para que te pegara y te humillara a tope! Vamos, túmbate, que te doy…
Pero, en lugar de tumbarse de nuevo, Soraya se levanta del camastro y enciende un cigarrillo.
—Lo siento… creo que… me he confundido. Es que las dominatrices os vestís todas igual, ¡y todas con antifaz! Y claro, así es muy fácil hacerse un lío… Seguramente me habré equivocado al volver del baño. Te he visto en la barra, en el mismo lugar donde había dejado a Irma, y he dado por sentado que eras ella. Lo siento, Estefanía, pero tendrás que marcharte.
—¿Cómo? —pregunta Estefanía, con incredulidad— ¿Después de ponerme cachonda, ahora me dices que me vaya?
—Sí —contesta Soraya— no me pone que me pegue alguien que se llama Estefanía. No te ofendas, pero tu nombre me suena a ternura, a candidez, nada que ver con lo que se espera de una dominadora. Yo quería que me azotara Lady Túrmix.
Estefanía no puede creer lo que oye.
—Pero, ¿qué más da quién te pegue?
—A mí sí me importa —contesta Soraya, con aplomo. Por favor, vete.
—No puedo —replica Estefanía— cuando estoy cachonda, necesito pegar. Si no lo hago, se me queda el cuerpo muy mal y no duermo durante, al menos, tres días seguidos.
De inmediato, Soraya recoge cuatro almohadones grandes que estaban esparcidos por el suelo y los tira sobre el camastro.
—Adelante, Estefanía, dales fuerte, yo te ayudo gimiendo un poco, para que disfrutes más. ¿Te vale así?
Sentada en un butacón en una esquina de la habitación, Soraya se aclara la voz mientras Estefanía empieza a azotar los almohadones sin piedad. Después de cada golpe, Soraya emite un tímido gemido de placer, más que nada para cumplir con el expediente. No quiere que Estefanía se marche de su casa con las manos vacías, es lo mínimo que puede hacer por ella para tratar de arreglar su lamentable equivocación.
A los pocos minutos, Estefanía está encendida de placer, azotando los almohadones con brutalidad seductora y relamiéndose sin parar. Está tan excitada que Soraya nota que se excita también solo con verla, a pesar de no sentir sus azotes. Sin darse cuenta, sus gemidos ganan en intención e intensidad y se coordinan cada vez mejor con la escenificación de Estefanía. Tanto se acoplan los azotes de una y los gemidos de la otra que la sinfonía a dos manos y una voz que, sin saberlo, acaban de inventar, explota en un perfecto y apoteósico orgasmo sincronizado. Y así, Estefanía de bruces sobre los almohadones y Soraya desparramada en el butacón, se sonríen y se dan las gracias entre respiraciones entrecortadas.
—Ha sido un placer, Soraya.
—Lo mismo digo, Estefanía.

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