Lesbianarium 58: "Misa del Gallo"

—Vamos, niña, que llegamos tarde. ¿Vas a ir vestida así?
Lorena, extrañada por la pregunta de su madre, se echa un vistazo ella misma para comprobar que no se ha puesto nada del revés. A ella le parece que todo está bien, en su sitio, y le encanta cómo se ha vestido hoy, con su camisa negra de cuello cadete, su pantalón bombacho gris y sus botas Camper negras.
—Sí, ¿qué pasa, mamá? ¿No estoy bien?
—Bueno, digamos que lo que llevas estaría bien para iniciar la revolución bolchevique, pero no para asistir a la Misa del Gallo. ¿Te importaría cambiarte, por favor? Ya sabes que los García estarán en la iglesia y que a su hijo le gustas mucho, pero si te ve así podría salir corriendo. ¿Por qué no te pones la falda que te regaló la tía Inés?
—Porque no me gusta llevar faldas, y menos en invierno, no me siento cómoda y se me congelan las piernas. Déjame, mamá, yo soy así. Y además, ni siquiera me gusta la Misa del Gallo. ¿Por qué no me quedo en casa y vais tú y papá?
—Ni hablar, jovencita. Mientras vivas bajo mi techo respetarás las tradiciones. Cuando cumplas los dieciocho o te independices, podrás hacer lo que te venga en gana. Ponte el abrigo largo de paño negro al menos, aunque sólo sea para tapar un poco esa pinta que llevas. Vamos, papá ya está en el coche. Te esperamos fuera, no tardes.
Lorena obedece apretando los labios con rabia. Mientras se pone el abrigo, piensa en la manera de largarse de esa casa. Dentro de tres meses y una semana cumplirá los dieciocho pero no será independiente, así que tendrá que seguir resistiendo bajo una férrea dictadura de normas y más normas que le parecen absurdas y le ahogan la personalidad. Durante el trayecto hasta la iglesia contesta con monosílabos.
—¿Traes monedas para encender un cirio a Santa Teresa? —pregunta su madre.
—Sí.
—¿Y tarjetas de presentación, para la recepción posterior? —indaga el padre.
—También.
—¿No habrás olvidado el ramillete de muérdago para que el párroco lo bendiga y nos proteja durante todo el año? Tu padre y yo hemos guardado esta tradición desde que éramos niños.
—No.
—No olvides sentarte junto a Borja, el hijo de los García —insiste el patriarca.
—Vale.
Al entrar en la iglesia, Borja saluda a Lorena con la mano indicándole que le ha guardado un sitio a su lado. Lorena se sienta junto a él con gesto resignado y sin mirarle siquiera. Sentada en el extremo del último banco de la derecha, mira a ambos lados y se sorprende al ver a dos chicas, una por banda, de pie junto a las puertas laterales del templo, mirándose cada cierto tiempo y consultando sus relojes. También le sorprende que no se parezcan en nada al resto de mujeres que están siguiendo el sermón. No llevan trajes de noche con abrigos de pieles ni van emperifolladas con mil joyas. La de su derecha lleva unos jeans raídos y un jersey de lana gris de cuello alto; la de su izquierda, pantalones con bolsillos y cremalleras y chaleco militar. Por no llevar, ni siquiera llevan pendientes. Pensando que seguramente formarán parte del personal de seguridad de la iglesia, aunque le parece raro que una iglesia tenga tal dispositivo, Lorena se dispone a hacer lo que hace siempre que la obligan a asistir a misa: desconectar sus sentidos, poner cara de interesante y sonreír cada vez que su padre y su madre la buscan con la mirada para controlar que todo va bien.
Y todo va bien hasta la mitad del sermón, cuando, de repente, un fuerte estruendo interrumpe la homilía y Lorena nota algo metálico y humeante cayendo a sus pies. Se agacha para recogerlo y no puede creer lo que ve: ¡un casquillo de bala! Mira hacia la derecha; la chica de los jeans no está. Mira hacia la izquierda; la del chaleco, tampoco. Mira al frente y ahí están las dos, una está sujetando al párroco desde atrás y le apunta a la cabeza con una pistola, mientras la otra dispara de nuevo al aire.
—¡De rodillas! ¡Todos de rodillas y con las manos en la nuca, coño! —grita la chica que acaba de disparar.
Lorena obedece en medio del pánico general y se arrodilla. Busca a sus padres, que le devuelven la mirada, pero esta vez nadie sonríe. Su madre está llorando y con el rímel corrido. Su padre trata de protegerla con un brazo mientras mantiene la otra mano en la nuca. Borja, que también llora, se ha escondido detrás de su madre. De momento, Lorena se siente serena.
La chica del disparo silba y aparecen mujeres por todas partes, vestidas al estilo de Lorena. Perfectamente sincronizadas, unas se ocupan de cerrar los accesos a la iglesia, otras se colocan a ambos lados de los bancos y despliegan grandes sacos de plástico negro. A pesar del desconcierto general, Lorena puede contar hasta veinte mujeres formando parte de una especie de escuadrón paramilitar. Por primera vez en su vida se alegra de estar en misa.
La chica del disparo sigue ordenando.
—A ver, vayan echando las carteras, los bolsos, las tarjetas de crédito y las joyas en los sacos. También los abrigos de pieles, señoras. Y rapidito, por favor, que no tenemos toda la noche.
Todo el mundo obedece, también Lorena, pero lo único de valor que lleva encima es un reloj chapado en oro que le regalaron sus padres cuando hizo la Primera Comunión. Antes de que pueda sacárselo de la muñeca, Lorena siente una presencia inquietante a su lado. Es una de las chicas del escuadrón, que sostiene un saco abierto esperando a que ella eche su reloj. Sus miradas se cruzan, y a Lorena le parece que la chica, un poco mayor que ella, es bellísima. La chica no se corta y le planta un beso en los labios, y Lorena se electriza de pies a cabeza. Borja, que sigue escondido detrás de su madre, no se ha enterado de nada. Nadie parece haber visto ese beso fugaz que a Lorena le ha sabido a gloria, a aventura y a libertad.
Todos los sacos quedan llenos en pocos minutos, y cada chica se encarga de llevar el suyo a hombros. La cabecilla se despide.
—Muchas gracias, señoras y señores, por su amable contribución a nuestra causa. El Comando de Justicia Lésbica les queda muy agradecido y les promete que utilizará sus donaciones para causas muy legítimas, como reconstruir clítoris que hayan sufrido ablación o practicar abortos a niñas que hayan sido violadas. Nos vamos, gracias por su tiempo.
Sin más, el comando de mujeres se repliega en una maniobra perfecta y abandona la iglesia con una rapidez increíble. Dentro del templo todo es llanto y autocompasión. El padre de Lorena abraza a su mujer para tranquilizarla, mientras ella busca a su hija con mirada de preocupación. Pero Lorena no está.

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