Lesbianarium 52: "Peneadicto desde los Dieciséis"

—¡Por fin en casa! Qué ganas tenía de volver al lujo y las comodidades de mi palacio, joder… Esos españoles son tan austeros que me han tenido encerrado a cal y canto en Barcelona en una mierda de habitación interior, sin luz natural y, lo que es peor, ¡sin tele! ¿Es que no saben que soy forofo de Los Simpsons y del canal porno? No sé por qué visito ese país tan a menudo, la verdad, haría mejor en pasearme por otros lugares donde se me agasajara como es debido, no sé, con más boato, con más pompa. Es una lástima que la Iglesia Tontólica tenga más bien poco peso en Asia, porque el lujo asiático, con sus dorados, sus cortinajes y sus mármoles, siempre me ha fascinado.
Mientras despotrica acerca de su reciente viaje, Su Tontidad el Baba, de pie en medio de su habitación, levanta los brazos en cruz para que sus asistentes personales le ayuden a desvestirse y a prepararse para dormir. Como cada noche, dos chicos jóvenes y atléticos, bronceados y con el torso desnudo untado de aceite, le colocan el camisón blanco de algodón de Virginia, confeccionado a mano y en exclusiva por la principal compañía algodonera norteamericana, la misma que se servía de esclavos negros antes del abolicionismo y que, cinco años atrás, trasladó toda su producción a China.
Una vez que todo está dispuesto, los asistentes abandonan los aposentos de Su Tontidad para dejar que descanse después de su ajetreado viaje. Mañana será otro día, el día en que se reunirá con el cónclave para valorar los resultados conseguidos hasta el momento y seguir adelante con el plan.
Por la mañana, tras desayunar en la cama y después de ser aseado y vestido, Su Tontidad entra en la sala del cónclave, donde todos los cardenales le esperan. Ocupa su asiento en un extremo de la mesa, mientras la mujer de la limpieza barre y ordena la sala en silencio. Es joven, morena, de pelo corto y lleva un tatuaje en el brazo que intenta disimular bajándose la manga de la bata una y otra vez. Si lo descubrieran, la despedirían al momento. No se puede trabajar en el Puticano y llevar tatuajes. También llevaba un piercing en el labio, pero se lo quitó el mismo día que la contrataron. Aunque odia todo lo que huele a curia, necesitaba el trabajo. Por eso intenta aislarse escuchando música todo el rato. Como ahora mismo, cuando está barriendo mientras escucha la banda sonora de la serie The L Word a través de los auriculares conectados a su iPod.
El secretario inicia la lectura del orden del día.
—Punto primero: Su Tontidad Peneadicto desde los Dieciséis informa al cónclave sobre su viaje a España y la marcha del plan.
Su Tontidad escruta uno por uno a los miembros del cónclave con semblante grave antes de iniciar su exposición.
—Eminencias Reverendísimas, el plan sigue su curso según lo acordado. Nuestros contactos en España nos aseguran su total fidelidad a la causa.
—¿A pesar de definirse públicamente como un país laico, Su Tontidad? —interrumpe uno de los cardenales.
—Por favor, no me hagáis reír, —contesta el Baba— España nunca ha sido laica, ni lo será jamás. Y menos ahora que los conservadores están a punto de volver al poder. El mismo Pajoy me lo confirmó durante mi visita, mientras tomábamos una copa en un bar de Sitges durante una escapada no contemplada en el protocolo. Era un bar agradable, apartado del centro, en el que parecían conocer muy bien al señor Pajoy, y los camareros eran todos muy guapos, casi tanto como mis asistentes. Durante nuestro encuentro, Pajoy me aseguró que, en cuanto sea presidente, recortará tantas libertades como pueda, empezando por los derechos de los desviados sexuales y acabando por la igualdad entre hombres y mujeres, pasando por privatizar al cien por cien la enseñanza y la sanidad para que los pobres no puedan acceder a ellas y tengan que acudir a la caridad de la Iglesia Tontólica. Será un gran aliado durante los próximos años, de eso no hay duda.
—Entonces, Su Tontidad, ¿se pudo llevar a cabo la operación prevista? —pregunta otro cardenal.
—Sin problemas. La bomba quedó debidamente instalada, fijada a uno de los pilares de la nave central, y estallará dentro de tres días. Cuando la Cagada Familia se hunda, el mundo se estremecerá de dolor y de miedo, y los feligreses volverán a llenar las iglesias para sentirse protegidos.
—¿Estáis seguro, Su Tontidad, de que nadie sospechará de nosotros?
—Segurísimo. Está todo atado y bien atado para cargarle el muerto al Pin Laten ese, como con lo de las torres.
El Baba indica al secretario con la mano que siga adelante con el orden del día, y el secretario da lectura al segundo punto.
—Punto segundo: el hambre en el mundo. Informa el cardenal Pederastini.
El cardenal se levanta de su asiento y da inicio a su discurso, con ayuda de unos apuntes escritos a mano.
—Siento informaros, Eminencias Reverendísimas, de que, lamentablemente, en los últimos años se ha producido un notable retroceso del hambre en el mundo. A pesar de la crisis generalizada, el hambre está remitiendo, lentamente, pero remite. Y todos sabemos que, sin hambre, no hay fe.
Un suspiro generalizado de desaprobación recorre la sala. La mujer de la limpieza, de nombre Donna, aprieta las mandíbulas y sigue con lo suyo, aferrándose con fuerza al palo de la escoba.
—¿Y bien? ¿Habéis pensado en algo para intentar dar la vuelta a esta desagradable situación, cardenal Pederastini? —pregunta el Baba.
—Sí, Su Tontidad. En mi opinión, debemos intensificar las campañas contra el aborto y los métodos anticonceptivos y contraceptivos en todo nuestro ámbito de influencia. Necesitamos un planeta superpoblado en el que la hambruna prolifere por doquier si queremos seguir manteniendo nuestra cuota de poder a base de alimentar a unos cuantos pobres.
El Baba Peneadicto desde los Dieciséis asiente con la cabeza en señal de aprobación y da su bendición al cardenal.
—Adelante, me parece bien vuestro plan. Secretario, por favor.
—Punto tercero y último: las plagas bíblicas. Informa el cardenal Mariconning.
Pese a su avanzada edad, el cardenal, de origen británico, mantiene todavía una envidiable mata de pelo rubio que le da cierto aire de querubín trasnochado. Se levanta para proceder a dar sus explicaciones y apoya una mano en su cintura mientras flexiona una rodilla cargando el peso de su cuerpo sobre una sola pierna. Acompaña su discurso con ademanes exagerados y un sensual balanceo de cintura que provocan leves risitas entre la mayoría de los miembros del cónclave y una notable turbación en el cardenal sentado a su lado.
—Nuestros laboratorios químicos siguen trabajando para desarrollar un nuevo virus infeccioso que pueda diezmar la población mundial dentro de, pongamos, un máximo de cinco años. De esta manera regularemos la demografía del planeta y, de paso, mantendremos a la raza humana atemorizada.
—¿Tanto tendremos que esperar, cardenal Mariconning? —pregunta el Baba con ligero disgusto.
—Me temo que sí, Su Tontidad. Después del bochornoso fracaso de la Gripe A y del aparente control del sida por parte de la comunidad médica, debemos esforzarnos por crear una plaga efectiva y mortífera de verdad, capaz de servir a nuestros intereses. En mi opinión, más vale esperar un poco más si ello supone mayor garantía de éxito. Espero que estéis de acuerdo conmigo, Su Tontidad.
—Totalmente, totalmente. En fin, creo que es todo por hoy. Secretario, por favor, dad las órdenes oportunas a las secciones correspondientes para que se pongan en marcha de manera inmediata las decisiones que acabamos de tomar. Cuando se trata de dominar el mundo, no hay tiempo que perder.
—Así se hará, Su Tontidad —contesta el secretario antes de desaparecer por la puerta del fondo.
Al momento, los cardenales se ponen en pie y abandonan la sala del cónclave de manera pausada y ordenada. El último en salir es el Baba, quien, antes de irse, vuelve la cabeza para mirar por un momento a Donna, la chica de la limpieza, y preguntarle cuánto tiempo hace que trabaja en el Puticano. Y Donna le contesta que hará cosa de tres años, más o menos, pero que ha estado en diferentes partes del palacio y que lleva sólo dos meses asignada al ala donde se encuentra la sala del cónclave. Después de darle las gracias, Su Tontidad desaparece por la puerta.
Tan pronto como Donna se queda sola en la sala, apaga la grabadora de su iPod, no sin antes comprobar que todo lo dicho en el cónclave ha quedado recogido. Se quita de un tirón la bata y los pantalones verdes del uniforme de limpieza. Debajo lleva un mono negro ajustado. Conecta su móvil y marca el número convenido. Espera tono.
—Donatella a base de mando. Tengo las pruebas y todo está dispuesto. La carga está adherida a la parte inferior de la mesa de la sala del cónclave. Sólo tenéis que accionar el detonador. Dadme cinco minutos para abandonar el palacio.
Al cabo de nada Donna está sentada al volante de su coche, alejándose del palacio babal a toda velocidad. Mira el reloj. Cuatro minutos cincuenta y seis segundos desde la llamada. Cincuenta y siete… Cincuenta y ocho… Cincuenta y nueve… Cinco minutos. El estruendo es ensordecedor. Donna mira por el retrovisor y no ve más que llamas y una intensa fumata negra.
—No hay Baba, —se dice. Y sonríe.

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