Lesbianarium 49: "¡Por el amor de Dios!"

—Entonces, Hermana Caridad, ¿debemos llegar vírgenes al matrimonio?
—(Claro, aprendiza de monja, para que tu marido, que se habrá follado al menos a cien antes de casarse contigo, pueda arrancarte el precinto en tu ridícula noche de bodas…).
—¿Quién ha dicho eso? —pregunta la Hermana Caridad entre un murmullo de comentarios y risitas por lo bajini.
La Hermana Caridad busca a la autora de tan desafiante comentario entre las cabezas repeinadas de la veintena de alumnas del Instituto de las Misioneras de María. Es viernes, y los viernes la Hermana Caridad imparte su clase de “Educación para el Amor Conyugal” a las alumnas de segundo de Bachillerato.
—¿Has sido tú, Rocío? —indaga la Hermana señalando con el puntero de madera a una alumna del fondo. —A la próxima te vas a la calle. Haced el favor, tú y tu amiga Charo, sí, tú, la de al lado, de respetar a vuestras compañeras y de sacar algo de provecho de las enseñanzas que intento inculcaros para que encontréis el camino de la virtud en vuestra vida adulta. Y tapaos esos horribles tatuajes que lleváis. ¡Bajaos las mangas ahora mismo!
Las dos alumnas sentadas al fondo de la clase, Rocío y Charo, obedecen con sonrisa burlona. Todas las de su clase saben que Rocío y Charo escuchan a la Hermana Caridad como quien oye llover y no se privan de hacer comentarios sobre sus lecciones. Las demás chicas las temen tanto como las admiran, no sólo por su carácter indomable sino también por esa amistad especial que las une. Aparecen juntas en cualquier parte, van juntas a todas partes, viven en un mundo aparte. Son ellas, Rocío y Charo, Charo y Rocío, sin más, un binomio peculiar, un equipo bien raro a los ojos de la comunidad mariana en la que se desenvuelven. Si dependiera de la Hermana Caridad, las habría expulsado hace tiempo, pero, por ser hijas de quien son y proceder de dos de las familias más ricas e influyentes de la zona, a la dirección del instituto no le queda más opción que tolerar su presencia y sus salidas de tono, y hoy, de nuevo, Rocío y Charo están dispuestas a reventar la clase de la Hermana Caridad con sus provocaciones.
—Pero, a ver, Hermana, —interrumpe Charo —¿y si una mujer no se casa nunca? ¿Se queda virgen toda su vida?
La Hermana, aún a sabiendas de que la pregunta no tiene otro objetivo más que sacarla de sus casillas, intenta contestarla con corrección y ateniéndose a los contenidos de su materia.
—Como bien sabes, señorita, toda mujer adulta debe buscar un marido con quien fundar un hogar y formar una familia cristiana. Y si no se dieran las condiciones apropiadas para conseguir tan alto objetivo, entonces la mujer puede optar por otros caminos de virtud, como por ejemplo seguir la llamada de la fe.
—Ah, ya, o esposa o monja, ¿verdad? —inquiere Rocío.
—He mencionado la llamada de la fe tan sólo como un ejemplo.
Charo también tiene su munición preparada.
—¿Y puta? ¿No se puede ser puta también?
—¿Qué es “puta”, Hermana? —pregunta otra alumna.
—Lo contrario de virgen, Nicoleta —contesta Rocío.
La Hermana Caridad intenta parar el torbellino que acaban de iniciar Rocío y Charo, pero no tarda en darse cuenta de que no puede. La clase entera está alborotada, y las dos amigas continúan amotinadas en el fondo.
—¿Y lesbiana? ¿Se puede ser lesbiana? —dispara Rocío antes de que la Hermana Caridad pueda reaccionar.
—¿”Lesbiana”? ¿Qué significa “lesbiana”, Hermana? —plantea una de la segunda fila levantando la mano.
—Lo mismo que monja, Greta —sentencia Charo con autoridad mirando a la Hermana a los ojos.
Y la Hermana se santigua, desquiciada, antes de un último intento por recuperar la autoridad.
—¡Por favor, señoritas! ¡No voy a tolerar este comportamiento ni semejante vocabulario en mi clase! ¡Rocío, Charo, salid ahora mismo del aula!
—Vale, Hermana, vale, ya nos vamos —contesta Rocío levantándose, mientras Charo recoge su mesa y se levanta también —pero haga el favor de explicar a estas pobres aspirantes a mártires que lo único que van a aprender aquí, en las Misioneras de María, es a pasarse la vida sirviendo a unos maridos que, como mucho, les regalarán un burdo misionero cada sábado.
—¡Callad! ¡Os prohíbo que sigáis hablando! —grita la Hermana Caridad, completamente enloquecida.
—¿Es verdad lo que dice Rocío, Hermana, que nuestros maridos nos regalarán misioneros los sábados? ¿Eso es algo bonito? —pregunta la empollona con gafas.
Charo contesta antes de que la Hermana Caridad atine a hacerlo.
—Tranquila, Virginia, ni te enterarás…
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡He dicho fuera! —grita la Hermana, golpeando con el puntero de madera sobre una mesa vacía de la primera fila.
Tan pronto como Rocío y Charo desaparecen y la puerta del aula se cierra tras ellas, la clase recupera su armonía habitual. La Hermana Caridad se toma unos segundos para serenarse y después continúa hablando a sus pupilas sobre “Educación para el Amor Conyugal” hasta que, al cabo de veinte minutos, suena el timbre que indica el final de las clases del día. Tras despedirse de las alumnas, la Hermana se dirige al despacho de la directora para comentarle el incidente.
—Hermana Amparo, ¿puedo pasar? Debo comentaros un desagradable incidente.
—Por supuesto, Hermana Caridad. Tomad asiento. ¿En qué puedo ayudaros?
—Son esas dos chicas, me sacan de quicio, no puedo con ellas, Hermana…
—¿Rocío y Charo? ¿Otra vez?
—Una vez, y otra, y otra… ¡Siempre son ellas! ¿Seguro que no podemos expulsarlas de nuestra institución?
—Ya sabéis que eso es imposible, Hermana Caridad. La familia de Rocío fue una de las fundadoras del Instituto de las Misioneras de María, y la de Charo es una de nuestras mayores fuentes de financiación desde hace décadas. ¿Comprendéis por qué debemos mantener aquí a esas pobres descarriadas, a pesar de su vergonzoso comportamiento?
La Hermana Caridad, con la barbilla hundida en el pecho y sin poder disimular su agotamiento, asiente con la cabeza, y la directora, para confortarla en su pesar, se levanta de la silla, se le acerca y se agacha frente a ella para preguntarle, mientras le levanta delicadamente la barbilla con un dedo, si esa noche tendrá de nuevo el placer de gozar de su compañía en sus aposentos privados, situados en lo más alto de la torre oeste del Instituto de las Misioneras de María, donde nunca nadie las oye gritar.

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