Lesbianarium 47: "Feminicidios"

Sintió en su espalda el golpe seco del fusil empujándola hacia el interior del barracón. Cayó al suelo de rodillas y así se quedó un buen rato, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y encontró las fuerzas necesarias para ponerse en pie. Tres días enteros de tortura, con sus noches, la habían llevado al límite de la extenuación. Sin embargo, estaba contenta, en esos tres días de horror había aprendido mucho sobre sus propios límites. Nunca pensó que sobreviviría, y por eso se rindió desde el principio, decidió abandonarse, abstraerse, poner su mente en otra cosa para poder huir de aquella habitación fría e inmensa, como de matadero de reses, y crear una realidad paralela que consiguiera alejarla de allí mientras esperaba su muerte. Buscó y buscó entre sus recuerdos hasta que encontró el que le pareció más apropiado para instalarse en él mientras siguiera atada de pies y manos sobre aquella mesa metálica. Su recuerdo refugio era ella con Malena en su viaje a Estocolmo, ella con Malena en el aeropuerto, ella con Malena comiendo lasaña de carne con ensalada y brindando con cerveza en un acogedor café de una plaza de Gamla Stan, ella con Malena haciendo el amor en la celda del hostal, un edificio del siglo XIX que había sido prisión antes que casa de huéspedes. El fugaz recuerdo de los orígenes del hostal la devolvió por un momento a la realidad, el tiempo justo para sentir el enorme electrodo que seguía abrasándole las entrañas mientras sus carceleros le preguntaban cuánto le gustaba y si se sentía suficientemente llena como para dejar de ser lesbiana. Pero ella no les dio el gusto de oírla gritar y se aferró a sus recuerdos una vez, y otra, y otra, hasta que sintió que alguien la desataba. El martirio había terminado, no sabía por qué, aunque tampoco sabía por qué había empezado.
De pie en medio del barracón, miró a un lado y a otro buscando una litera libre en aquel cuchitril inmundo. Desde el fondo, una mujer de tez blanquecina y mirada perdida le hizo señas con una mano para indicarle que el catre de su lado estaba vacío. Caminó tambaleándose hasta el fondo y se desplomó sobre el camastro. No volvió en sí hasta que sonó la sirena a la mañana siguiente, a las seis en punto, como cada día, y Fátima, la mujer de la cama contigua, le dijo que se apresurara a levantarse si no quería tener problemas. En menos de cinco minutos estaba vestida, aseada y formando en el patio junto a sus compañeras, llegadas desde todos los rincones del mundo. Hacía frío y eran muchas, cientos, miles, todas inocentes. Pero todas habían sido halladas culpables.
La oficial de su barracón, el número 39, se aproximó al grupo de presas con un papel en la mano. Era “la lista”. Al llegar hasta la formación, se detuvo y empezó a leer los nombres que figuraban en “la lista”. Las nombradas dieron un paso al frente, llorando y temblando. Diez mujeres. Diez por barracón, cuarenta barracones, cuatrocientas en total. Ninguna de ellas volvería esa noche a su cama.
Las escogidas mantuvieron sus posiciones mientras el resto se dispersaba para subir a los camiones que las llevaban diariamente a La Hacienda, donde cada presa tenía una función asignada según sus cualidades o el presunto delito que había cometido. Las que sabían cocinar se pasaban el día preparando exquisitos manjares para El Amo; las que habían tenido hijos recientemente eran ordeñadas cada cuatro horas, y su leche alimentaba a las criaturas del Amo; las jóvenes servían como criadas; las más fuertes se encargaban de las cuadras y del mantenimiento general. Las lesbianas eran usadas como concubinas. Y todo al servicio del Amo, a quien nadie había visto nunca, aparte de las concubinas, pero todas le temían, incluso las guardianas.
—¡Tú! —le gritó una de las celadoras al llegar a La Hacienda por primera vez, —te llamas Mabel y estás aquí por lesbiana, ¿verdad?
Mabel contestó con voz firme y mirando al suelo, tal como Fátima le había aconsejado que hiciera.
—-Sí, señora.
—Entonces tu sitio está en la casa de camas. Te quedarás allí todo el día por si al Amo le apetece follar.
La guardiana la condujo hasta la casa, un edificio pequeño contiguo al gran palacio que presidía La Hacienda, donde vivía el Amo. Mabel pasó allí todo el día, temiendo que en cualquier momento se abriera una puerta o alguien la llamara para obligarla a ejercer la función que le había sido asignada. Pero nada ocurrió. A mediodía le dieron comida, poca pero comestible, y a las siete de la tarde fue a recogerla la misma vigilante para llevarla de nuevo con el resto y esperar el camión que las devolvería al campo de concentración.
De noche, ya acostadas, preguntó a Fátima por qué estaba allí, y ella le contestó que se negó a llevar burka y que su marido la denunció por eso. Fátima también le contó la historia de otras mujeres de su barracón.
—¿Ves a esa de ahí? Se llama Jeanne y viene de Camerún. La enviaron aquí porque su marido, que la tomó por esposa cuando ella sólo tenía doce años, declaró frente a un tribunal masculino de su país que, pese a la ablación que le había sido practicada, seguía sintiendo placer cuando él la penetraba. Dijo que no deseaba una mujer lasciva sino una madre para sus hijos y una sirvienta para él, así que la repudió.
Mabel escuchaba atenta a Fátima.
—Y esa otra, ¿la ves? Viene de Bombay, y la verdad es que no hacía falta que la trajeran aquí para exterminarla. Si la hubieran dejado en su país habría muerto igualmente por negación de asistencia médica. Cuando llegó estaba tan mal que nadie pensó que saldría adelante, pero los antibióticos la revivieron y hoy es una de las mujeres más fuertes de todo el campo.
—¿Y aquella? —preguntó Mabel.
—Es Xiaomei. Nació en la China rural y llegó a la edad adulta de milagro, porque su madre intentó ahogarla en el mismo momento de nacer. Se crió en un orfanato, y del orfanato vino derechita aquí. No tardarán en ponerla en “la lista”.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé. ¿Y tú, cómo has llegado aquí?
De repente, Mabel lo revivió todo. La mañana soleada en la que salió de casa y subió al autobús para ir a la oficina, como cada día. El libro que leía, sentada al lado de una señora. El vistazo que esa señora echó al libro para ver si podía enterarse de la temática. La llamada telefónica que hizo. La parada brusca del autobús cinco minutos después de esa llamada. El interrogatorio. La requisa del libro, al que arrancaron la falsa solapa de papel estampado con flores para dejar al descubierto un título que les resultó incómodo: Lesbianarium. La foto que cayó del interior, con ella y Malena besándose frente al ayuntamiento de Estocolmo. No dejaron que se explicara, no le dieron tregua. La bajaron del autobús a empujones, le colocaron el brazalete malva con el símbolo de un triángulo invertido y la encerraron en una mazmorra maloliente donde resistió su tortura antes de ir a parar al campo. El resto, Fátima ya lo sabía.
—¿Has visto al Amo hoy? —preguntó Fátima. Y Mabel contestó que no.
Pero al día siguiente sí que vio al Amo. No hacía ni dos horas que la habían llevado a la casa de camas cuando se abrió la puerta y una guardiana le ordenó que la siguiera, que el Amo reclamaba sus servicios. Mabel recorrió largos pasillos y cruzó enormes salas vacías hasta llegar a un gran dormitorio con una inmensa cama doble con dosel, un butacón orejero de piel marrón orientado hacia una ventana y una chimenea encendida. Mabel agradeció el calor de la leña. La guardiana la dejó allí y cerró la puerta con llave por fuera al salir, y Mabel se quedó plantada en medio de la habitación. Pensando que estaba sola, se dispuso a dar una vuelta de reconocimiento, muy nerviosa, pero una voz de mujer que venía del butacón la frenó y le dio un susto mortal.
—Quítate la ropa y túmbate en la cama —le ordenó.
Mabel obedeció pensando que, sin duda, era una criada del Amo, quien no tardaría en llegar cuando todo estuviera dispuesto. Se equivocaba. Tan pronto como se hubo echado sobre la cama, la mujer del butacón se levantó y se tumbó a su lado. También estaba desnuda. Mabel reconoció en seguida a la mujer del autobús.
—Pero… usted… ¿usted es…?
—¿El Amo? Sí, la misma. Pero no te equivoques, puta. Yo no soy lesbiana.

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