Lesbianarium 43: "Panadería-Bollería"

“¿Panadería-Bollería?” ¿Cómo que “Panadería-Bollería”? ¿Me habré equivocado? Sólo he estado fuera diez días, pero quizá he vuelto a la ciudad más desorientada de lo normal y he confundido las calles, no sé, aunque yo diría que no, que aquí donde pone “Panadería-Bollería” debería poner “El pan de Fabián”, como siempre. Esto es más que raro, es rarísimo.
La vuelta de las vacaciones de verano siempre me parece un momento delicado porque implica el retorno a lo cotidiano mientras el calor sigue siendo insoportable y las playas más populares continúan abarrotadas de parasoles deshilachados y descoloridos, imposibles bikinis XS sobre cuerpos XL, niñas y niños gritando y corriendo y toda clase de basura enterrada en la arena y flotando entre las olas. La escena es lamentable y detesto el ambiente de playa, pero aún así la envidia me puede. No me parece justo el ocio de los demás una vez que el mío ya ha terminado. Soy egoísta, sí, pero me temo que no más que cualquier otro ser humano.
Y encima, al terminar mis vacaciones tengo que comprobar que todo siga en su sitio, que mi entorno esté igual que lo dejé, porque no hacerlo puede conllevar sorpresas a menudo desagradables, capaces incluso de desestabilizar vidas, destruir parejas, incrementar el nivel de colesterol y desorientarnos hasta hacernos enloquecer, como me ocurre a mí ahora mismo mientras trato de saber qué ha sido de mi panadería de toda la vida, donde cada domingo, como hoy, compro —¿o debería decir “compraba”?— una pasta para desayunar tranquilamente en casa leyendo el periódico, resolviendo sudokus y autodefinidos durante horas. ¿Qué sería de mis mañanas dominicales sin este ritual? ¿Y qué pasará si mi panadería ya no es mi panadería?
Plantada en la acera, levanto la vista para leer de nuevo el rótulo: “Panadería-Bollería”. Después, camino hasta la esquina para comprobar el nombre de la calle. Es correcto. No me he equivocado. Hay que joderse. Vuelvo al establecimiento y miro al interior a través del escaparate, esperando que el señor Fabián me salude desde dentro con la mano y me invite a entrar para explicarme que ha aprovechado el verano para hacer reformas en su local. Pero no. Quien me hace señas desde el mostrador es una chica joven que sonríe mientras se acerca a la puerta y la abre.
—Pasa, mujer, —me dice.
—Es que… no sé si…
—Que sí, que sí, no te has equivocado. Buscabas “El pan de Fabián” de siempre y te has encontrado con mi “Panadería-Bollería”, ¿verdad? El señor Fabián acaba de jubilarse y nos ha traspasado el establecimiento, ¿no te avisó del cambio? Por cierto, soy Maca.
—Pues no, no me dijo nada. Encantada, Maca, yo soy Mónica. ¿Y desde cuándo…?
—Abrimos ayer mismo, Mónica, después de unas pequeñas reformas. ¿Te gusta cómo ha quedado?
—No está mal… es diferente…
—¡Claro que es diferente! Más moderno, más alegre, ¿no? Pero bueno, dime, ¿qué necesitas? Tenemos toda clase de pan: blanco, integral, al horno de leña, con cereales, con aceitunas, artesano cien por cien ecológico… También en esto tratamos de poner el local al día.
—Ya veo, pero es que yo no quiero pan, lo que necesito es un bollo para desayunar.
—¡Ah! Entonces la cosa cambia. Aquí sólo vendemos pan, la sección de bollería está más adentro, detrás de esa puerta. Toma la llave, entra y busca a Charo.
Me pregunto qué sentido tiene separar el pan de las pastas. ¿Por qué no las exhiben en primera línea de venta, en la parte baja del mostrador acristalado, todas ordenadas y bien dispuestas, como hacía Fabián? ¿Es que no saben que los bollos entran por la vista? Y, sobre todo, ¿por qué lo de la llave? Con tanto secretismo, más que pastas parecen joyas de la Corona. ¿Y Maca? Cuanto más hablo con la panadera, más extraña la encuentro. A pesar de todo, tomo la llave que me ofrece y me encamino hacia la puerta del fondo, decidida a llevarme lo que he venido a buscar y luego salir pitando para no volver jamás. Tendré que buscar otra panadería por el barrio, más tradicional, como la de Fabián. No me van estos rollos modernos sin pies ni cabeza.
Al abrir la puerta me encuentro con una sala pequeña y vacía. Al fondo, un mostrador, también vacío. Ni rastro de la tal Charo, ni de los bollos, ni de nada. Un intenso olor a nata es lo único que llena la estancia. Entro, la puerta se cierra tras de mí. Espero unos segundos. No viene nadie. Carraspeo en voz alta para ver si, por fin, alguien se percata de mi presencia. Nada. Empiezo a cansarme de tanta tontería. Yo sólo quiero un bollo con cabello de ángel, por Dios, no es tan difícil… En fin… Visto lo visto, decido pasar a la acción.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
De inmediato, oigo un fuerte trasiego tras el mostrador y una voz de mujer musitando unas palabras que casi no logro entender, algo así como “una clienta… Vístete… Luego te termino”. Después, unos segundos de silencio hasta que aparece una mujer detrás de la mesa de atención al público. Es una chica joven, de unos treinta años, no más, con el pelo y los ojos oscuros, las mejillas encendidas y los labios húmedos. Acaba de levantarse del suelo y me da los buenos días recolocándose la cofia y el delantal blancos, mientras se relame. Sigo sin entender nada, pero opto por obviar tan extraña escena y representar mi papel de clienta.
—Tú debes ser Charo, —le pregunto.
—La misma, para servirte. ¿Qué deseas?
—Perdona, pero… ¿acabas de levantarte del suelo, o ha sido mi imaginación?
—Sí, bueno, es que estaba probando la bollo de nata. Es su primer día a la venta y, como comprenderás, tengo que asegurarme de la calidad de todo lo que vendemos.
—Querrás decir que estabas probando “el” bollo de nata… Pero… ¿te lo estabas comiendo en el suelo? Te lo pregunto porque eso no es muy higiénico, que digamos…
La dependienta me mira tan atónita que me hace sentir que soy yo quien no encaja en la escena. Antes de continuar hablando, mira al suelo y alarga un brazo para ayudar a alguien a levantarse. En un segundo, aparece otra chica a su lado, a medio vestir. Su piel y su pelo, incluso sus pestañas, son completamente blancos. No hay duda de que es albina. Su apariencia es tan inusual, tan única, que me parece una mujer bellísima. Sin soltar la mano de Charo, me ofrece la otra al presentarse.
—Hola. Soy la bollo de nata. Me llamo Alba. ¿Te apetezco?
—¿Cómo dices?
—Que si te apetezco. Creo que estoy lista para la venta al público. ¿Tú qué opinas, Charo?
—Opino que estás buenísima, Alba, y que cualquier clienta que se incline por ti hará muy buena compra.
Charo emite su opinión mirando a Alba de pies a cabeza y relamiéndose de nuevo. Luego se dirige a mí.
—Entonces, ¿te gusta la bollo de nata? ¿La quieres para comer aquí o en casa? Quiero decir, ¿te la envuelvo?
Una de dos, o esto es un sueño y no puedo despertarme aunque quiera, o se trata de una broma absurda con cámara oculta. Antes de que pueda contestar a la dependienta, ella sigue tratando de venderme sus productos.
—¿No te gusta la nata? Bueno, mujer, no te preocupes, tengo mucha más variedad. No voy a consentir que salgas de aquí con las manos vacías. Si el Gremio de Bollería Artesanal me otorgó el año pasado el título de “Bollera Suprema”, por algo será, digo yo. Y eso que no tenía contactos entre el jurado, gané el título limpiamente, ya ves. Lo he colgado aquí, en la pared de atrás del mostrador, bien a la vista. ¿Lo ves?
Charo me señala su ridículo título. A su lado, Alba termina de abrocharse la blusa y con ambas manos trata de arreglarse la melena, absolutamente preciosa de tan blanca. La dependienta parece incapaz de callarse.
—A ver, deja que te mire… Tienes aspecto de ser una entusiasta del chocolate, ¿no te lo parece, Alba? Anda, ve adentro y dile a África que salga, por favor. Luego me esperas y seguimos con la cata en cuanto haya atendido a esta chica. Gracias, guapa.
Alba obedece y se dirige hacia una puerta situada en el lateral izquierdo de la sala. Su contoneo exagerado al caminar no tiene más objeto que enseñarme las curvas de su cuerpo hasta donde la altura del mostrador lo permite, que no es mucho, pero suficiente para que Charo, la dependienta supuestamente lasciva, me pille relamiéndome y mirando alejarse a la bollo de nata.
—Te entiendo —me dice, guiñándome un ojo— yo tampoco puedo evitar relamerme cada vez que me cruzo con Alba. Pero te aseguro que África, la bollo de chocolate, te dejará sin aliento. Mírala, por ahí viene.
Una imponente mujer negra acaba de entrar por la misma puerta por donde ha salido Alba hace nada. Es muy alta, altísima, y de constitución atlética, y su piel, de un oscuro profundo, brilla como el chocolate gourmet elaborado con un 99% de cacao. Incluso diría que huele a chocolate, y su pudiera lamerla estoy segura de que sabría intensamente amarga, porque es una mujer de carácter, se nota en su mirada segura y desafiante. Me doy cuenta de que la estoy mirando como antes miraba a Alba, con una mezcla de deseo y admiración. La dependienta, que también se ha dado cuenta, sonríe sin disimulo, orgullosa de la gran calidad de la bollería que me ofrece. Y la bollo África, que tampoco es ajena a la lujuria que despierta en mí, se detiene junto a Charo y se reclina para apoyarse de antebrazos sobre el mostrador. Nunca antes había entendido tan bien como ahora por qué llamamos mostradores a los mostradores: porque nos muestran lo mejor de cada producto. Y lo mejor de África son, sin duda, sus senos, dos enormes y perfectas bolas de helado de chocolate amargo que asoman por su blusa de seda salvaje negra.
—¿Eres amante del chocolate negro? —me pregunta, y añade— ya sabes que es delicioso y que, además, no engorda. ¿Qué me dices, nos vamos?
Y yo que contesto, por supuesto, con la mayor torpeza de que soy capaz, para variar.
—Me gustaría mucho llevarte conmigo, África, de verdad, pero es que soy alérgica al chocolate, cada vez que lo pruebo me salen sarpullidos por todo el cuerpo. Me da vergüenza decirlo, pero es así. Por favor, no te enfades.
—¿Enfadarme? ¿Y por qué iba a enfadarme, si el problema lo tienes tú? Peor para ti, chica, tú te lo pierdes. Bueno, Charo, si no mandas nada más me voy adentro. No tardes, Alba y yo estamos preparándonos para que puedas probar las nuevas combinaciones que somos capaces de hacer juntas. Te vamos a sorprender.
—Estoy segura de que así será, África. Gracias, ahora mismo voy.
Tan pronto como la bollo de chocolate desaparece por la puerta lateral, la dependienta se dirige de nuevo a mí, esta vez con un cierto tono apresurado en su voz que achaco al deseo de dedicarse a otros quehaceres cuando haya terminado conmigo.
—Pues tú dirás. Si la nata no te gusta y el chocolate te da alergia, ¿qué coño comes?
—El de mi novia. Es tan suave y aterciopelado que…
—Vale, me alegra saberlo, pero te estaba preguntado por las pastas.
—Ah… perdón… Es que, con tanto desfile de chicas… A mí lo que me gusta es el cabello de ángel. Más que gustarme, me encanta, me vuelve loca de verdad, quizá porque me recuerda a… mi… novia… ¡Perdón otra vez! Bueno, ¿tienes algo con cabello de ángel o no?
—Nena, aquí tenemos de todo, que te quede claro.
Sin decir más, la dependienta Charo aprieta el botón rojo del interfono que tiene a su derecha, sobre el mostrador, para hacer un nuevo pedido a la trastienda, al más puro estilo McDonald’s.
—Ángela, cariño, sal a mostrador, por favor. Ángela, a mostrador.
Ante mi cara de interrogante, se apresura a darme algunas pistas.
—Ángela es nuestra bollo más dulce, suave y melosa. Espero que te guste. Déjame decirte que, como clienta, eres más bien difícil. ¿También eres así en tu vida personal?
Antes de que pueda responder a tan impertinente pregunta, la puerta lateral se abre de nuevo para dejar paso a una mujer con una larga melena rubia de suaves ondas cayendo sobre sus hombros. Su piel es delicada y blanca, aunque no tanto como la de Alba. Es tanto el candor que desprende la chica que podría ser un ángel de verdad, si no fuera porque, obviamente, es una mujer de carne y hueso… Y además, me doy cuenta de que su cara me suena más y más a medida que se acerca… Si no llevara tantísimo maquillaje… ¿A ver?… Esa manera de andar… Esa sonrisa amplia y radiante que te transporta al séptimo cielo… Ese lunar justo en el centro del pecho, entre el nacimiento de esos senos de novicia… ¿Y si fuera…? A ver si será… No puede ser… ¡Pero si es Gabriela!
—Gabriela, ¿se puede saber qué haces tú aquí?
—¿Gabriela? No, te equivocas, esta preciosidad se llama Ángela y será, si tú quieres, tu bollo con cabello de ángel. ¿No es perfecta?
—Mira, seguramente tú sabes mucho más que yo de bollos, del tipo que sea, pero te aseguro que yo conozco a esta chica mejor que tú, así que ¿te quieres callar ya, charlatana de feria de los cojones? ¡Te digo que se llama Gabriela y es mi novia! ¿Te ha quedado claro?
—Uy, chica, qué mal genio… Total, Ángela o Gabriela, qué más da si en el fondo es casi lo mismo, ¿no? Y tú, como te llames, sabes que deberías haberme dicho que tenías novia. En tu contrato se estipula muy claramente que hay que estar soltera y sin compromiso para trabajar en nuestra Bollería. Quedas despedida, cielo, y es una pena porque créeme si te digo que apuntabas maneras. Es una lástima que no hayas tenido tiempo de demostrar lo que vales. Serás recordada aquí como la bollo más fugaz de la historia, con tan sólo un día de contrato. ¡Y qué pena que no haya podido probarte! Bueno, chicas, me voy adentro, me esperan Alba y África. Cuando salga otra vez espero no encontraros aquí. ¡Chao!
Al quedarnos solas en la sala, Gabriela empieza a llorar mientras se quita el maquillaje a manotazos. Y yo, que estaba dispuesta a leerle la cartilla, me doy cuenta de nuevo de que no puedo con las lágrimas de Gabriela. Su llanto me desarma, me debilita por completo, así que lo único que puedo hacer es consolarla.
—Pero, cariño, vamos a ver, ¿me puedes decir cómo y por qué te has metido en este embrollo? ¿A esto has dedicado tu tiempo mientras he estado fuera?
—Perdóname, por favor. No sé qué me pasó por la cabeza. Yo sólo quería…
—¿Qué es lo que querías? ¿Ponerme los cuernos? ¿Encontrar a otra? ¿Dejarme? Francamente, no creo que fuera necesario montar este circo, te hubiera bastado hablar conmigo, ¿no crees?
—No quería nada de eso, sólo deseaba…
—¿Qué?
—… Que me desearas más.
—Pero…
—Mónica, hace tiempo que no veo deseo en tus ojos cuando me miras. Yo no te pido sexo todos los días ni a cada instante, sólo quiero que, cuando lo hagamos, lo hagamos con empeño, con ganas, que tu mirada me encienda, que mi roce te electrice, como antes, cuando me has visto salir al mostrador. Hacía mucho tiempo que no me mirabas de esa manera. ¿Por qué no me miras así en casa?
Gabriela está más bella que nunca, y esos shorts de lentejuelas, combinados con el top dorado, la hacen irresistible, un poco putón pero irresistible al fin y al cabo. Quiero decirle que lo siento, que la quiero mucho, que la deseo y que pondré todo de mi parte para recuperar la pasión perdida, pero la sentencia de Gabriela me deja sin palabras y con un amargo sabor de boca.
—Ya no me comes como antes.

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