Lesbianarium 40: "Envidia cochina"

Mientras sube por la escalera desvencijada hasta el cuarto segunda, la agente Barraquer se caga en los pisos sin ascensor de la puta Barceloneta, maldice su suerte y envidia la de su compañero de patrulla por haberse quedado abajo, en el coche. En casos así lo echan a suertes, y por alguna razón que desconoce casi siempre le toca a ella subir cuando no hay ascensor. Además, está convencida de que tiene una especie de imán que atrae todos los casos de viejas histéricas que llaman a la Guardia Urbana por la noche para quejarse de sus vecinos ruidosos. ¿Es que no saben que vivimos en un país amante del ruido?
Llega al rellano resoplando y mira su reloj. Son las tres y cuarto de la madrugada y ni siquiera ha podido tomarse un café bien cargado. La noche está siendo movida. Jura por su mujer, lo que más quiere en este mundo, que irá a por su café al terminar este servicio.
Después de comprobar que no ha olvidado el sonómetro, llama al timbre con desgana y preparada para hablar a gritos con una anciana medio sorda, pero, para su sorpresa, le abre la puerta una mujer de mediana edad, bellísima y muy ligera de ropa. No puede negar que le parece atractiva y juraría, por cómo la mira esa mujer, que lo que más desea en ese momento es arrancarle el uniforme a bocados. Se recoloca la gorra e inicia el protocolo, mientras trata de borrar esa imagen de su mente. Pero no puede.
—Buenos chochos… ¡Perdón! Quiero decir buenas noches, señora. ¿Cuál es el problema?
La agente Barraquer se alegra de que su piel morena disimule el rubor encendido de sus mejillas. La mujer, apoyada en el dintel de la puerta, se toma el lapsus linguae como un cumplido y sonríe. Cada vez que se mueve emana un intenso aroma de almizcle y pachuli que embriaga a la agente Barraquer. Si pudiera, la agente huiría corriendo escaleras abajo y suplicaría a su compañero que la relevara.
—Vaya, es la primera vez que me envían a una agente… Llega un poco tarde, ahora ya no hay problema, aunque, más que problema, yo lo llamaría provocación.
—Perdone, le agradecería que se explicara un poco mejor.
—Las guarras del quinto han dejado de aullar como lobas hará cosa de media hora. Apuesto a que hay luna llena. Usted, que se pasa las noches patrullando, ¿se ha fijado hoy en la luna?
—Sí, esta noche hay luna llena, pero no veo qué tiene esto que ver con su llamada a la Guardia Urbana.
—Mucho, agente, mucho. Como le digo, tengo a dos guarras viviendo en el piso de arriba. Mi alcoba está justo debajo de la suya, y créame si le digo que no se puede vivir así. Siempre había creído que las lesbianas eran amantes silenciosas, pero en el año y medio que llevo aquí he comprobado que no es cierto.
—Bueno, señora, con el debido respeto, yo diría que hay amantes ruidosas y amantes silenciosas, independientemente de que sean lesbianas o no —interrumpe la agente, dándose cuenta al momento de que tal comentario está fuera de lugar y no corresponde a una representante de las fuerzas locales del orden en acto de servicio. Aunque tiene que reconocer que se halla ante un caso muy poco común que quizá necesita respuestas fuera de lo normal.
—Entonces, ¿debo entender que ha llamado para quejarse del ruido que provocan sus vecinas cuando hacen el amor?
—Más o menos.
“¿Más o menos?” ¿Qué clase de respuesta es esa? A cada minuto que pasa, esa mujer le parece más desequilibrada, y no le extrañaría nada que intentara seducirla.
—¿No quiere pasar, agente? Seguro que le apetece un café bien cargado.
Confirmado. Además de andar ligera de ropa, la mujer también es ligera de cascos. Se muere por entrar, pero se da cuenta de que tiene que disfrazar sus ansias bajo el manto de la profesionalidad.
—Gracias, pero no veo por qué. El problema que la ha llevado a solicitar nuestra intervención ya no existe. Venía preparada con el sonómetro para medir los decibelios y determinar si la intensidad del ruido era causa de amonestación, pero ya veo que va a ser imposible.
—Si es por eso, no se preocupe, dentro de media hora, como mucho, volverán a la carga y entonces podrá medir los aullidos de esas locas posesas. Pase y siéntese, agente, tengo café recién hecho. Y quítese la gorra, no la favorece. En cambio, el uniforme le queda divinamente, pero si también quiere quitárselo, por mí adelante.
—Señora, debo advertirle que…
—¿Advertirme? No me haga reír, ¿advertirme de qué? Mire, agente, desde el momento en que ha aceptado mi invitación las reglas del juego han cambiado, así que déjese de advertencias y relájese un poco. Puede sentarse ahí, en el sofá. Ahora mismo vuelvo con el café.
La agente aprovecha la ausencia de la mujer para contactar con su compañero a través de la emisora.
—Alfa 210, Alfa 210… Aquí Bravo 210. Cambio.
—Adelante, Bravo 210.
—La situación está controlada. Falsa alarma, aunque voy a demorarme con el papeleo. Cambio.
—No te preocupes, te espero todo lo que haga falta. Cambio.
—Gracias.
—Recibido.
A su vuelta con el café y unas pastas, la mujer se sienta a su lado en el sofá, muy cerca de ella, demasiado cerca.
—Bueno, agente, ahora que ya ha despachado a su compañero vamos a tomarnos un buen café, ¿le parece?
—¿Cómo sabe que he hablado con mi compañero?
—Todos lo hacen una vez que han entrado. Vamos, agente, ¿no creerá que es la primera vez que llamo a la Guardia Urbana, verdad?
—No, tiene usted un historial de llamadas importante, más de cien en los últimos tres meses, si no recuerdo mal. Eso es más de una llamada por noche.
—La culpa es de ese par de zorras, que no dejan de follar, dale que te pego, a ver quién grita más… No es justo, no señor. Pero no podrán conmigo, se lo aseguro. Yo soy una ganadora, y estoy convencida de que esta noche voy a marcarles un gol. No es casualidad que me hayan enviado a una mujer, es una señal para que presente batalla en igualdad de condiciones, seguro.
Por primera vez en toda la noche, la agente vislumbra una brecha, un signo de debilidad en la personalidad arrolladora de una mujer a quien, cuando menos, tacharía de desquiciada. Esa mujer le da miedo, siente que podría desenfundar su sierra mecánica de un momento a otro para cortarla en finas lonjas, como si fuera un fiambre.
—Perdone, señora, pero no acabo de entender qué quiere de mí. Le agradezco mucho que me haya invitado a tomar un café con usted, pero tengo que marcharme…
—¡Chis! ¿Las oye? Ya están esas dos otra vez gimiendo… ¡Así se ahoguen!
En efecto, la agente oye, muy de fondo, unas voces apagadas, sin duda de dos mujeres haciendo el amor, pero en ningún caso son voces estridentes ni causan un ruido insoportable, nada más lejos. Los gemidos son tan débiles que ni siquiera se plantea utilizar el sonómetro. Piensa que, definitivamente, la mujer está loca, mientras la observa paseándose de un lado a otro de la sala, tapándose las orejas con las manos como si estuviera junto a un bafle enorme en un concierto de heavy metal. De repente, la mujer se sienta a horcajadas sobre la agente y le toma las manos para posarlas sobre sus nalgas. Tal como la agente había imaginado, no lleva nada debajo del batín de seda.
Con los ojos desorbitados y la cara desencajada de pura furia, la mujer empieza a moverse encima de la agente sin dejar de hablar. Y la agente, enloquecida por el almizcle, el pachuli y ese sinuoso movimiento de nalgas, la escucha mientras la atrae hacia sí para lamer esos pechos que asoman por el batín.
—No me diga que no las oye, agente… No puedo soportar esos gemidos… Se clavan en mi cabeza… Pero usted me va a ayudar, ¿verdad que sí?… Tengo que gritar más que ellas…. ¿Es usted católica?… ¿Cuáles son sus pecados, agente?… El mío es la envidia… Tengo que gritar más que ellas… Hágame gritar, agente… Ninguno de sus compañeros lo ha conseguido, pero usted sí puede, estoy segura… Es noche de luna llena… Hágame gritar, se lo suplico… Tengo que gritar más que ellas…

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