Lesbianarium 39: "Nata y Chocolate"

Como cada día, llega al instituto y saluda por los pasillos a amigas y conocidas mientras se dirige al aula. Tiene pocos amigos porque no suele fijarse en los chicos. Consulta el horario semanal para confirmar que tiene inglés a primera hora. Entra en el aula y se sienta en su lugar habitual, el mismo que ha ocupado durante los últimos meses y que quedará vacío a partir de hoy, último día de clase. Piensa que tiene ganas de acabar, el calor aprieta y ya no hay lecciones que estudiar ni exámenes que superar. El curso le ha ido bien, más que bien, y la selectividad, mejor todavía, tanto que no tendrá ningún problema para ser aceptada en la universidad que escogió en primera opción. Ya no hay nada que se interponga entre ella y su gran pasión: las Ciencias del Mar.
Enciende el ordenador y guarda la carpeta en la repisa inferior de su mesa. Al hacerlo, algo cae al suelo. Es un folio doblado por la mitad. A punto está de arrugarlo y tirarlo a la papelera pensando que se trata de algún examen olvidado o de algún tipo de chuleta muy poco discreta, pero lo desdobla por mera curiosidad y entonces se da cuenta de que es una carta escrita a mano. Faltan todavía algunos minutos para que empiece la clase y el aula está vacía, así que tiene tiempo suficiente para leerla y descubrir, quizá, algún secreto inconfesable o incluso la prueba de que alguien hizo trampas en algún momento del curso, quién sabe. Sin embargo, al empezar a leer las primeras líneas se da cuenta de que la carta es para ella.
“Hola. No nos conocemos. Ni siquiera sé tu nombre, como tú tampoco sabes el mío. No hemos hablado en todo el curso y lo único que sé de ti es dónde te sientas en la clase de inglés: segunda fila, mesa tres.”.
No hay margen de error, ella y sólo ella ha ocupado la tercera mesa de la segunda fila un día tras otro en esta misma clase, así que, quien sea que haya escrito la carta sabe muy bien a quién se dirige. Siente el calor del rubor escalando por sus mejillas y dobla la carta durante unos segundos para abanicarse con ella, mientras mira a su alrededor. Necesita toda la intimidad posible para seguir leyendo. Todavía nadie en clase. Piensa que seguramente vendrán pocos, tampoco ella estaba segura de que valiera la pena ir al instituto en un día como hoy, ha venido más que nada para despedirse de algunas compañeras y de varios profesores a los que quizá no volverá a ver. Continúa la lectura.
“Bueno, también sé otra cosa de ti, algo que he podido observar durante meses: tienes la piel tan blanca y pura como los primeros rayos de sol de la mañana. Por eso me he inventado tu nombre. Para mí, tu eres Nata.”.
Es cierto, ella es de piel muy blanca, incluso en verano, por la simple razón de que es alérgica al sol. Menuda paradoja, nacer en el Mediterráneo y tener alergia a los rayos del sol. Más de una vez se ha imaginado a un grupo de seres extraterrestres distribuyendo a los humanos por el planeta según sus características y ha llegado a la conclusión de que se equivocaron con ella, porque siempre se ha sentido una chica con piel y mentalidad de estilo nórdico atrapada en un país latino. En cualquier caso, aquí está, y lo único que puede hacer es tratar de sobrevivir al cálido y soleado verano mediterráneo, aunque, pensándolo bien, también podría emigrar a Estocolmo, o incluso más al norte. Quizá algún día lo hará, quién sabe.
“Como no sabía si vendría a la última clase, pero estaba segura de que tú sí lo harías, he pensado que lo mejor sería escribirte. Quiero que sepas, Nata, que yo también me he matriculado en Ciencias del Mar en la Universidad de Vigo. Me encanta el frescor del clima atlántico y sospecho que a ti te haría mucho bien, así que, si quieres, buscamos piso juntas por allí… Tienes mi número de móvil al pie del folio. ¿Me llamas y lo hablamos? Por cierto, yo soy muy morena, puedes llamarme Chocolate. Un beso.”.
Saca a toda prisa su móvil del bolsillo del pantalón y graba en la agenda el número de teléfono escrito al final de la carta, pensando en quién podrá ser. “¿Chocolate? ¿Muy morena?”. Guarda de nuevo el móvil, también la carta. La profesora acaba de entrar en clase, pero ella sigue siendo la única alumna presente… Bueno, ahora ya no… Una chica alta, delgada y muy morena acaba de entrar justo detrás de la profesora. Le parece tan guapa que no entiende por qué no se había fijado en ella. Tiene que ser Chocolate. Iba a llamarla, pero no es necesario porque la chica se dirige directamente hacia donde está ella y se sienta en la mesa de al lado.
—No es mi sitio —le dice—, pero no creo que venga nadie más. ¿Te importa que me siente aquí?
—No, claro que no —contesta ella, un poco nerviosa y ruborizada.
La profesora se acerca a ellas con una sonrisa de oreja a oreja para decirles que, visto el éxito, se anula la clase. Se despide de ambas con dos besos deseándoles que disfruten del verano y que aprovechen los años de universidad que les quedan por delante. Y sin decir más, sale por la puerta. Las dos chicas se quedan solas en el aula, sin saber muy bien qué decirse.
—Entonces, ¿ibas a llamarme? Para lo del piso, digo…
—Eh… Sí, sí… ¿Por qué no?
—¡Genial! Lo pasaremos en grande en Vigo, ya verás. Oye, ¿tienes algo que hacer ahora?
—No, paso de ir a las demás clases, seguro que tampoco va nadie.
—Te invito a un helado. Para mí será el primero del verano. Aquí mismo, al salir del instituto, hay un puesto. ¿De qué lo quieres? No me lo digas, a ver si lo adivino: de fresa.
—No.
—¡De limón!
—No, no, para nada, no me gusta el limón.
—A mí tampoco, chica, demasiado ácido… Bueno, pues, ¿de qué quieres el helado, entonces?
Ella contesta clavando la mirada en los ojos negros y profundos de Chocolate, sin dejar de sonreír, y en su respuesta quedan muy claras sus preferencias.
—Lo quiero de nata y chocolate.

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