Lesbianarium 38: "Salida de emergencia"

Al llegar a casa del trabajo, Alexia se sorprende porque no encuentra a Paz leyendo en el sofá ni trabajando con su ordenador. Mira el reloj. Las seis y media pasadas. Cada día llega a esta misma hora, y Paz siempre está, leyendo o tecleando. Paz trabaja en casa como traductora literaria y sólo sale para hacer los encargos necesarios que garantizan la supervivencia de ambas, como la compra o las gestiones bancarias, aunque últimamente se está acostumbrando a canalizar todos los pagos, las transferencias y cualquier movimiento de cuentas a través del servicio en línea de su entidad.
Alexia piensa que Paz quizá ha quedado para tomar algo con una amiga y trata de recordar si le contó algo al respecto. Sonríe al acordarse de lo que su mujer se queja a menudo: “no me escuchas cuando te hablo, Alexia”, y se dice que a lo mejor así ha sido, que Paz le debió contar días atrás que hoy tenía que verse con alguien a esta hora y que ella, sencillamente, no le prestó suficiente atención. Así que decide no darle más vueltas y se dispone a tomarse una cerveza muy fría mientras se consuela diciéndose que estas cosas ocurren en todas las parejas. Lo de no escucharse a veces, quiere decir.
Con la cerveza en una mano y la revista Time Out en la otra, a punto de dejarse caer en el sofá, Alexia decide hacer un último intento para confirmar que, definitivamente, Paz no está en casa. La llamará en voz alta. No sería la primera vez que su pareja se esconde en algún rincón para darle un susto de muerte en el momento menos pensado. Ella es así, imprevisible y divertida, aunque también un poco huraña.
—¿Paz? ¿Estás en casa? Si te has escondido, ya puedes salir, no vas a asustarme esta vez. Además, llevo una cerveza en la mano que, si se me cayera, podría dejar el parqué que tanto te gusta hecho un asco. Así que no te conviene asustarme, ¿vale?
Alexia calla y escucha durante unos instantes, convencida de que oirá los pasos sigilosos de Paz de un momento a otro tratando de pillarla desprevenida en el salón. Pero no oye nada, así que asoma la cabeza al interminable pasillo y lo intenta por última vez.
—Paz, coño, sal ya. Si vienes ahora, no te pasará nada, pero como me eche en el sofá y me vengas con una de tus tonterías, a riesgo de provocarme un paro cardíaco, te juro que habrá venganza. ¿Me has oído?
Calla y escucha de nuevo, y esta vez le parece oír a Paz muy a lo lejos. Su voz suena débil, oscura y pequeña.
—Aquííííííííí… Estoy aquííííííííííí… Socorroooooooo…
A Alexia le parece que la voz de Paz viene del dormitorio, al final del corredor, y no le gusta nada su tono apagado y lastimero. Sin perder ni un segundo, se pone a correr y a gritar por el pasillo.
—¡Ya voy, cariño! ¡Tranquila!
Al entrar en la habitación, Alexia se queda desconcertada. Pensaba que encontraría a Paz en la cama, con algún dolor grave o algo parecido, pero la cama está hecha, y el dormitorio, vacío.
—Estoy aquí, en el armario…
Alexia no puede creer lo que está oyendo.
—¿En el armario? ¿Qué haces ahí dentro? ¿Quieres hacer el favor de salir de una vez? Me habías asustado, ¿sabes?
—No puedo salir, Alexia…
—¿Cómo que no puedes salir? ¿Qué tonterías estás diciendo? ¡Sal de una vez!
Al tirar de la puerta del armario, Alexia se da cuenta de que está atascada. Por más que lo intenta, no cede.
—¿Ves como no puedo salir? ¿Por qué nunca me crees, Alexia?
—Déjate de rollos, no es buen momento para hacer terapia de pareja. ¿Cuánto rato hace que estás ahí dentro? Y, si me permites la pregunta, ¿por qué te has encerrado en el armario, Paz? ¿Estás loca? ¿Tengo que preocuparme?
—Llevo aquí media hora, más o menos. Estaba pensando en la manera de hablarle de ti a mi madre y se me ocurrió escenificar mi salida del armario, más que nada para sentirme yo más fuerte, ¿comprendes? Quería meterme aquí y después abrir las puertas de par en par. Mi madre estaría fuera, esperando mi salida, y yo no pararía de hablar porque habría tomado carrerilla dentro del armario. Le diría que estoy contigo, que te quiero y que quiero pasar el resto de mi vida a tu lado, aunque ella no estuviera de acuerdo. Y luego me iría a la cocina a por una cerveza. Todo eso quería hacer, pero esta maldita puerta me la ha jugado bien.
Alexia ha escuchado pacientemente el razonamiento de Paz sin dejar de mover la cabeza de un lado a otro, como diciendo: “hay que ver las tonterías que se le ocurren a esta muchacha”.
—No hay duda, estás como un cencerro, cariño. Voy a llamar a un cerrajero.
—Date prisa, por favor, creo que empieza a faltarme el aire.
Al volver al dormitorio, Alexia se propone distraer a Paz mientras llega el cerrajero. Si se pusiera nerviosa y le entrara la claustrofobia, podrían tener problemas serios.
—Bueno, Paz, el cerrajero sólo tardará unos minutos. Mientras tanto, ¿por qué no escoges lo que te vas a poner cuando salgas? Esta noche podríamos cenar fuera para celebrar tu salida del armario, ¿no?
—Qué graciosa eres, de verdad, muy graciosa. Ya me gustaría verte en mi situación…
—Perdona, pero yo jamás me habría metido ahí dentro. No sabía que estabas pensando en hablar con tu madre.
—Pues ya ves que sí. Quería hacerlo el próximo fin de semana, coincidiendo con nuestro quinto aniversario. Me niego a que mi familia continúe pensando que somos compañeras de piso.
—Me alegro de que hayas decidido contarles a los tuyos quién eres y cómo eres. Estoy orgullosa de ti, a pesar del teatrillo que has montado… Espera, llaman a la puerta, debe ser el cerrajero. ¡Qué rápido! No quiero ni imaginarme lo que nos va a cobrar por la urgencia… En fin… Ahora mismo vuelvo y te saco de aquí.
Pero no es el cerrajero quien acaba de llamar a la puerta sino la madre de Paz, que vuelve del mercado y ha decidido visitar por sorpresa a su hija, quien, por cierto, no la espera ese día. Alexia tampoco, y el corazón le da un brinco al verla de pie en el descansillo de la escalera, sujetando el carro de la compra con una mano y sosteniendo una maceta con un ficus con la otra.
—¿Qué te pasa, niña? Ni que hubieras visto un fantasma… ¿Está mi hija en casa?
—Hola, señora Mercedes.
—¿Puedo pasar?
—No.
—¿No? ¿Por qué no? ¿Cómo te atreves? ¿Le pasa algo a Paz? Si le has hecho algo, te juro que te mato. ¿Ves este ficus? Pues irá a parar a tu cabeza, con maceta y todo. Pobre hija mía, a quién se le ocurre irse a vivir con una lesbiana desequilibrada… ¡Apártate ahora mismo y déjame entrar!
“Ya está otra vez esta mujer a la defensiva conmigo” —piensa Alexia—. “Tengo que dejarla entrar, no puedo evitar que vea a su hija, pero ya veremos cómo acaba todo esto”. Y mientras piensa, de repente se le ocurre un plan para que, al menos, Paz pueda sacar algún provecho de la situación en la que se encuentra. No es que sea un plan perfecto, lo reconoce, pero es el único que le ha venido a la cabeza, un recurso desesperado que tiene que intentar poner en práctica aunque no tenga ni idea de qué consecuencias puede tener.
—Señora Mercedes, escúcheme un momento, por favor.
La madre de Paz continúa parapetada en la hostilidad, a pesar del tono amable que Alexia intenta mantener en todo momento.
—¿Qué quieres? ¡Que me dejes entrar, te digo!
—Adelante, pase. Por favor, deje el carro y la planta aquí, en el recibidor, y escuche lo que tengo que decirle, es importante para usted y para su hija.
Al hablarle de Paz, la madre, por fin, deja una brecha abierta por donde Alexia puede explicarse.
—¿Le ocurre algo a mi niña? Por favor, Alexia, dímelo. Comprendes que esté preocupada por ella, ¿verdad?
—Sí, claro que lo comprendo, pero no tiene por qué preocuparse. Paz está bien, aunque se ha quedado encerrada dentro del armario ropero. Estábamos esperando al cerrajero cuando usted ha llamado a la puerta. Señora Mercedes, es muy importante que me acompañe al dormitorio y escuche lo que Paz va a decir, pero tiene que prometerme que usted no dirá nada hasta que su hija haya terminado de hablar. Por favor, confíe en mí, sólo por esta vez. No soy mala persona y le prometo que todo esto es por el bien de Paz.
Sin saber muy bien cómo reaccionar ante tanta información inesperada, la madre de Paz, desconcertada, asiente con la cabeza y mueve la mano para indicar a Alexia que se dirija a la habitación, que ella la sigue por el pasillo y que mantendrá la boca cerrada en todo momento. Las dos mujeres entran en el dormitorio. Paz está un poco nerviosa.
—Alexia, cariño, ¿vienes con el cerrajero? Dile que se dé prisa, por favor.
La madre de Paz mira a Alexia con desconfianza al escuchar la palabra “cariño” en boca de su hija dirigiéndose a ella, pero decide mantener su promesa de no decir nada.
—No, no era el cerrajero sino dos testigos de Jehová. Les he dado puerta. Tranquila, ahora vendrá el cerrajero y te sacará de aquí… Mientras tanto, y para que el tiempo pase más deprisa, se me ha ocurrido que podríamos ensayar el discurso que tenías preparado para tu madre, ¿qué te parece? Imagínate que ella está aquí, en la habitación, y tú sales del armario. ¿Qué le dirías, exactamente?
—Qué pesada eres, cariño, pero te lo agradezco, sé que lo haces para que no me agobie. ¿Qué le diría a mi madre? ¡Pero si acabo de contártelo hace un momento!… Bueno, da igual, a ver, vamos allá: “mamá, sé que me quieres mucho porque soy tu hija. Siempre has velado por mí y me has protegido, incluso a veces demasiado. Yo también te quiero y espero poder contar contigo muchos años. Nunca te pido nada, pero hoy sí tengo algo que pedirte, y es que sigas queriéndome como hasta ahora aunque te diga que Alexia no es mi compañera de piso. Mamá, ella es mi pareja, mi amor, la persona con la que quiero estar, mi compañera de vida. Este fin de semana celebramos nuestro quinto aniversario, y yo no quiero seguir mintiéndote. Espero que puedas entenderlo y aceptarme como soy, porque no puedo ser de otra manera”. Ya está. ¿Qué te parece? ¿Cómo crees que se lo tomará mi madre?
Alexia, que no ha dejado de mirar al suelo durante el discurso de Paz, se siente salvada por la campana al oír el timbre de la puerta y se dice que esta vez sí, que seguro que es el cerrajero.
—¿Has oído, cariño? Es el cerrajero llamando a la puerta. Voy a abrir.
Alexia sale de la habitación muy lentamente, sin dejar de mirar a la madre de Paz, procurando no darle la espalda y, sobre todo, sin correr, como si la señora Mercedes fuera un oso pardo capaz de atacarla en cualquier momento aprovechando un movimiento en falso. Madre e hija se quedan a solas en el dormitorio. Al cabo de un par de minutos escasos, mientras Alexia está hablando con el cerrajero en el recibidor con la puerta del piso todavía abierta, dándole los datos del domicilio y explicándole el caso para que pueda proceder a liberar a Paz, la señora Mercedes sale a toda prisa de la casa sin dar ninguna explicación. Ni siquiera ha recogido su carro. Tampoco su ficus. En opinión de Alexia, aquello no puede significar nada bueno.
—Por favor, sígame, dese prisa —indica Alexia al cerrajero antes de empezar a correr por el pasillo hacia la habitación, temiéndose lo peor. Para su sorpresa, al entrar en el dormitorio encuentra a Paz sentada sobre la cama, pensativa y con la mirada perdida. El cerrajero se indigna.
—Oigan, ¿para eso me han llamado? ¿Se ríen de mí, o qué? Por si no lo saben, tengo muchísimos clientes de verdad esperándome por toda la ciudad. Sintiéndolo mucho, tengo que cobrarles el desplazamiento. Serán cuarenta euros.
Alexia, que no aparta los ojos de Paz, saca dos billetes de veinte del bolsillo derecho de sus jeans y paga al cerrajero.
—Tenga. Discúlpenos y perdone que no le acompañe hasta la puerta. Ya conoce el camino. Por favor, cierre cuando salga.
Mientras camina por el pasillo en dirección a la puerta, el cerrajero guarda el dinero y canaliza el estrés acumulado en formato rabia.
—Putas locas histéricas… Estoy harto de este trabajo. Debería haberme dedicado a la albañilería, como mi padre.
En la habitación, Alexia se arrodilla frente a Paz y toma sus manos entre las suyas antes de preguntarle cómo ha ido todo.
—¿Qué te ha dicho tu madre?
—¿Eh?…
—¡Que qué te ha dicho, chiquilla, que me tienes en ascuas! ¿Tan mal ha ido?
—No, creo que no… Ha abierto el armario de una patada y me ha dicho que siempre ha sabido que yo era lesbiana, que simplemente estaba esperando que se lo confirmara. Que no tiene nada contra ti, al contrario, que piensa que debes quererme mucho por haberme ayudado a contárselo por fin. Y que no hacía falta que me escondiera en el armario de la abuela, pero que si, por lo que sea, me gusta encerrarme en él y la puerta vuelve a atrancarse, que la llame, que ella sabe dónde pegar la patada para que se abra.
—¿Todo eso te ha dicho? ¡Joder!
—También me ha dicho que nos espera a las dos en su casa el domingo para comer juntas y celebrar nuestro aniversario. Y que hagamos el favor de llevarle el carro y el ficus.
—¡Viva la madre que te parió!

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