—¿Qué nombre queréis poner a la niña?
—Cristina.
—Bien. Yo te bautizo, Cristina, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—Perdone, padre… pero… la madre, que soy yo, ¿no tiene nada que ver en todo esto? Lo digo porque parece que pasamos del padre al hijo y del hijo a una especie de espíritu, santo, eso sí, pero inmaterial y sin personalidad alguna al fin y al cabo. ¿Y la madre, dónde queda?
—Mujer, no blasfemes, acepta el papel que Dios te ha reservado y ten fe en los dogmas de la Iglesia. No cuestiones lo que está escrito y alégrate porque la comunidad cristiana acaba de acoger a tu hija en su seno.
—Fantástico…
Cristina Sálida Fuentes, Cris para la familia y los amigos, recibió el agua bendita del bautizo una nubosa mañana de domingo en la parroquia de un pequeño pueblo de interior donde pasó toda su infancia y adolescencia. Vivía con su madre en un apartamento minúsculo y veía a su padre de vez en cuando, aproximadamente cada mes. Desde que sus padres se habían separado, siendo ella muy pequeña, su vida se reducía a obedecer a su madre y a aceptar los regalos que su padre le hacía para aplacar su sentimiento de culpa por no participar en su crianza. Hizo la Primera Comunión a los ocho años porque no le quedó más remedio, era su madre quien mandaba, pero a los dieciséis, cuando ya podía pensar por sí misma y su madre le habló de la Confirmación, Cris se negó en rotundo a continuar adentrándose en una fe que nunca había sentido.
—No te entiendo, mamá, ni siquiera pisas la iglesia, no rezas ni eres creyente, pero te empeñas en hacer de mí una cristiana. ¿Por qué?
—No es por la fe, niña, es por costumbre, por el qué dirán. En este pueblo nos conocemos todos, y el que no está bautizado o no se confirma es un apestado. Lo hago por tu bien, ¿lo entiendes?
—Me importa bien poco lo que piensen de mí.
—Pues a mí no.
—¿Y no será que lo haces más por ti que por mí, mamá? Da igual, no pienso seguir adelante, y te juro que un día de estos apostato.
—Será broma, ¿no?
—No, mamá, hablo muy en serio. Nunca he querido formar parte de este club, pero papá y tú me hicisteis socia cuando no podía defenderme. Ahora que puedo decidir, decido irme.
—Haz lo que quieras, pero espera a cumplir los dieciocho.
—Vale, mamá. ¿Hago una tortilla para cenar?
Tortilla de patatas con ensalada verde, y de postres, yogur griego. Cenaron juntas, como siempre, en la mesa de la cocina. Nunca encendían la tele mientas comían, preferían hablar de sus cosas.
—¿Vas a salir hoy?
—Sí, pero sólo un rato. Iré a tomar una cerveza con las chicas del equipo de voleibol. Tenemos que planificar la liguilla de verano.
—Cris, deberías buscarte un novio.
—Eso, y casarme con él y tener hijos, ¿verdad?
—Pues sí, ¿qué tiene de malo?
—Nada, sólo que a lo mejor no es eso lo que quiero.
—¿Y qué quieres entonces?
—No lo sé, pero tu plan no me seduce demasiado. Además, a ti no te salió muy bien.
—No metas a tu padre en esto. Que él y yo no nos entendiéramos no significa que tú no puedas encontrar a un hombre con el que formar una familia y vivir feliz para siempre.
—Me voy, mamá, las chicas me esperan.
—¿No me das un beso?
—Claro, mamá, que seas una plasta no quiere decir que no te quiera. Hasta luego.
—Espera, ven.
—¿Qué?
—Llevas un hilo colgando del pantalón. ¿Qué es esto? Parece una telaraña. ¿Has subido al desván?
—No. ¿A ver? Qué raro… Bueno, lo tiramos y ya está. Adiós, mamá.
Cuando Cris llegó al bar donde se reunían cada viernes por la noche las chicas del equipo se dio cuenta de que su sitio estaba ocupado. Saludó, pidió una cerveza en la barra y se sentó junto a la nueva.
—Creo que he ocupado tu lugar, —le dijo la chica, entre tímida y cordial.
—No te preocupes, con que me hagas un poco de sitio es suficiente.
—Te presento a Marta, nuestro fichaje de refuerzo para la liguilla de verano —aclaró Gloria, la capitana.
—¿Eres de por aquí? —preguntó Cris— tu cara no me suena de nada. ¿Cómo te apellidas?
—Saldaña, me llamo Marta Saldaña. Soy del norte, llegué al pueblo hace un mes, necesitaba cambiar de aires. ¿Y tú, cómo te llamas?
—Cris Sálida. Encantada de conocerte, Marta.
Mientras se saludaban con un beso en cada mejilla, Cris sintió la mano de Marta en su cintura, atrayéndola ligeramente hacia sí. La nueva no pudo reprimir el impulso de hacer la misma broma que Cris había tenido que soportar desde que tenía uso de razón.
—¿Salida? Vaya, espero que hagas honor a tu apellido…
—No, no es Salida, es Sálida, con acento en la primera sílaba.
Isabel, otra de las chicas del equipo, remató la faena.
—Claro, es que Cris no tiene nada de “salida”, es más bien recatada. No se le conoce novio, ni novia, ni ningún otro ser vivo con derecho a roce. Ya la irás conociendo, Marta.
—A lo mejor es que no se ha cruzado aún con la persona adecuada, —dijo Marta mirando a Cris a los ojos, y añadió— yo tampoco tengo a nadie especial en mi vida ahora mismo, mi novia me dejó hace un par de meses sin previo aviso. Me levanté una mañana y ya no estaba. Ni rastro de ella, ni de su ropa, ni de sus cosas… Nada de nada.
—Bueno, chicas, vamos a lo que vamos, —por suerte para Cris, la capitana intervino para cambiar el tema de conversación, —tenemos que entrenar más si queremos ganar la liguilla. Propongo un mínimo de tres días por semana, lunes, miércoles y viernes. Quien esté de acuerdo, que levante la mano.
Todas las chicas aprobaron el plan de Gloria, que para eso era la capitana. Cris, medio ruborizada todavía por el comentario de Marta, se levantó para ir al baño justo después de la votación.
—Es la cerveza, que me da pis. Ahora vuelvo.
Cuando Cris se dio media vuelta para dirigirse al aseo, todas las chicas pudieron ver, con asombro, que llevaba en la espalda una extraña sustancia blanca, una fina capa de aspecto fibroso que cubría la parte trasera de su jersey. Isabel se echó a reír.
—¿Qué coño es eso que llevas en la espalda, Cris? ¿Te has revolcado con alguien en algún establo, o qué?
Cris volvió la cabeza hacia atrás para intentar verse la espalda, pero no alcanzaba a hacerlo y no tenía ni idea de lo que estaban hablando sus amigas. Marta, sin decir palabra, se levantó de su asiento y corrió hacia Cris. Se pegó a su espalda para tapar la enorme mancha blanca del jersey y, empujándola suavemente con las manos en su cintura, le susurró al oído.
—Vamos, yo te ayudo a limpiarlo.
Entraron las dos en el baño y Marta cerró la puerta con pestillo.
—No hace falta que te quites el jersey —le dijo— creo que podré limpiarlo con las manos. ¿Desde cuándo te ocurre esto?
—¿El qué?
Marta se dio cuenta de que Cris aún no sabía a lo que se enfrentaba, así que decidió cambiar su táctica.
—¿Te encuentras bien, Cris? ¿Has notado mareos o cansancio últimamente?
—No… Bueno, sí, hace semanas que tengo muchísimo sueño y casi no como. ¿Me puedes decir qué tengo en la espalda?
—Creo que es tejido orgánico, como el que generan algunas larvas para hacer sus capullos.
—Ah, entonces es normal, siempre he sido un poco capulla.
A pesar de que Cris intentaba ser graciosa, Marta mantenía un semblante serio y parecía preocupada. Se puso frente a Cris, la cogió por los hombros y, mirándola fijamente a los ojos, le dio varios consejos.
—Escúchame, tienes que irte a casa, meterte en la cama y dormir, dormir mucho, durante unos días, quizá semanas. Cuando despiertes, todo será diferente. Hazme caso, por favor, yo también he pasado por esto. Vamos, te acompaño.
Al salir del baño y volver a la mesa, Marta no dudó en hablar por boca de Cris.
—Chicas, Cris no se encuentra muy bien, así que voy a acompañarla a su casa. Necesita descansar.
—Cris, cariño, cuídate, ¿vale? —dijo Isabel.
—Hace días que corre por el pueblo una epidemia de gastroenteritis. Duerme un poco y mañana estarás como nueva, ya lo verás —añadió Gloria. Las demás hicieron corro alrededor de Cris y la despidieron con besos y abrazos.
De camino a su casa, Cris sentía que perdía las fuerzas por momentos. Dejó que Marta la abrazara para ayudarla a caminar. Frente al portal, ésta se despidió.
—¿Podrás subir tú sola, guapa?
—Creo que sí. Gracias, Marta.
—De nada. Mira, aquí tienes mi teléfono. Cuando todo esto haya terminado, si quieres, llámame y hablamos.
La madre de Cris se sorprendió al verla llegar tan pronto aquel viernes. Por lo general, su hija volvía a casa cuando ella ya estaba durmiendo. Miró el reloj. No era ni siquiera medianoche.
—Hija, ¿qué pasa?
—Nada, mamá, tranquila, no me encuentro muy bien. Me voy a la cama.
—¿Te duele algo?
—Me duele todo, no puedo con mi alma. Tengo muchas ganas de dormir.
—¿Aviso al doctor?
—No hace falta, mamá, no te preocupes, creo que sólo necesito descansar. Por favor, no me despiertes mañana.
La madre de Cris hizo lo que le pidió su hija y no la despertó al día siguiente, tampoco al otro, ni al otro, ni al otro… De tres a cuatro veces al día subía a su habitación para llevarle comida y bebida, pero Cris no probaba nada, permanecía dormida en un profundo letargo, envuelta en un tupido ovillo hecho de sábanas y de una rara sustancia blanca y pegajosa que parecía salir del interior mismo del ovillo. Su madre, preocupadísima, conseguía meter la mano dentro de la madeja de vez en cuando para tomarle el pulso. Quería comprobar que el corazón de su hija continuaba latiendo.
En la mañana del noveno día, Cris apareció súbitamente en la cocina mientras su madre desayunaba. La mujer no la esperaba.
—¡Cristina, por Dios, qué susto!
—Buenos días, mamá. Tengo muchísima hambre…
—¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
—¿Qué más quieres que te diga? Ya te he dado los buenos días, ¿no?
Cris no parecía ser consciente de lo que había ocurrido.
—Niña, has estado ocho días, con sus noches, encerrada en tu habitación, envuelta en un revoltillo de sábanas. Estabas como muerta, sin moverte, sin comer, sin beber… ¿Tú crees que es normal? ¡He estado a punto de llamar a Protección Civil!
A pesar de la preocupación y la incomprensión que mostraba su madre, Cris no se inmutaba. Se sentía otra, una persona nueva, más fuerte y feliz que nunca
—¿En serio? Bueno, mamá, ya pasó. Estoy bien, más que bien, estoy fenomenal. ¿Has visto qué día tan precioso hace hoy? Ven, baila conmigo.
Sin darle tiempo a reaccionar, Cris tiró de la mano de su madre hasta hacerla levantar de la silla, le ciñó la cintura con la otra mano y empezó a bailar con ella. La mujer miraba a su hija extrañada, como si estuviera viendo a una persona totalmente ajena a su hija. Al cabo de pocos segundos, las dos volvieron a sentarse a la mesa.
—¡Qué hambre tengo, por Dios, mamá! Trae acá los cereales, que me los zampo enteros. Y creo que me comeré también un bocata de jamón y queso, y un yogur, y un plátano, y…
—¡Para, niña, para! ¿Quieres empacharte? ¿Qué te ocurre? Estás tan rara que no te reconozco.
—Me siento genial, mamá, como nunca antes. ¿Te he dicho que he conocido a una chica fantástica? Se llama Marta y es nueva en el equipo de voleibol. Voy a verla muy a menudo, porque Gloria ha decidido que entrenemos tres veces por semana a partir de ahora. Me encanta Marta. Anoche soñé con ella.
—Hablando de amigas, durante tu “letargo” han llamado todas cada día preguntando por ti, y yo, la verdad, no sabía muy bien qué decirles. Será mejor que las llames tú, ahora que ya estás mejor… ¿Seguro que no quieres que vayamos al médico?
Su madre acababa de hacerle recordar que tenía una llamada pendiente. Cris rebuscó en el bolsillo de su pantalón y sacó un papel con el número de Marta. Salió disparada hacia su habitación, dejando a su madre en la cocina.
—¿Marta? Soy Cris.
—Hola, Cris, ¿cómo estás?
—¡Estoy genial! Tenías razón, me encuentro mejor que nunca, como si fuera otra persona. La verdad es que me siento extraña. ¿Y sabes qué? He soñado mucho contigo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué has soñado?
El tono de voz de Cris se volvió en ese momento más pausado y profundo, como si hubiera estado meditando durante días lo que iba a decir a Marta.
—No quiero contarte lo que he soñado, quiero hacerlo contigo.
—¡Vaya! Pero… ¿tú no eras la recatada del grupo?
—Eso era antes. ¿Nos vemos esta noche?
—Vale, Cristina Salida. ¿O era con acento en la primera sílaba?
—Lo era, pero ya no.
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