Lesbianarium 19: "Hetero friendly"

“¡Titín-titín! Próxima estación: Ciutadella-Vila Olímpica”.
Apenas me he dado cuenta de la última parada. La culpa es de Stieg Larsson, por escribir tan bien. Estoy con el segundo volumen de su trilogía Millennium, justo cuando la investigadora Lisbeth Salander acaba de reencontrarse con su amiga y amante Mimmi después de varios meses de ausencia. Es una pena que Larsson haya muerto tan joven, podría haber seguido deleitándonos con sus historias durante mucho tiempo. Y que conste que nunca me han gustado especialmente las novelas de intriga, pero este hombre, con su inusual sensibilidad, ha conseguido hacer que devore su obra. No soy la única, he visto a tres personas más, como mínimo, con uno de sus libros abierto o bajo el brazo en este mismo convoy, señal inequívoca de que Larsson es todo un best-seller.
Él, en cambio, está leyendo uno de esos periódicos gratuitos que tanto amarillean. Debe haberse subido en la última estación, porque no le había visto hasta ahora mismo, al cerrar un momento La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina para comprobar que no me había saltado mi parada. Está justo delante de mí, pero tampoco le he visto sentarse. ¿Será una aparición? Como siempre que coincidimos en el metro, no deja de mirarme.
“Él” es un hombre de mediana edad, yo le echaría unos 45 años, un poco calvo, un poco bajo, un poco feo, bastante normal, en fin. No sé quién es, ni a qué se dedica, ni por qué se queda mirándome cada vez que nos encontramos aquí, en el metro, en la misma línea, a la misma hora y en el mismo vagón, por si fuera poca la coincidencia. No me mira fijamente sino de manera intermitente, porque cada vez que yo le miro, él baja la vista enseguida y hace como que lee. Pero no lee, que lo sé yo, está esperando a que desvíe la vista de nuevo para volver a echarme el ojo. Y así pasamos el rato, miradita va y miradita viene, hasta que me bajo en Passeig de Gràcia y él sigue hacia su destino.
No sé cuándo ni cómo empezamos, pero creo recordar que hemos coincidido por lo menos veinte veces en, pongamos, un año y medio. Al menos siendo yo consciente de ello. Quién sabe si el hombre lleva mucho más tiempo mirándome sin que yo me haya percatado. Pero lo cierto es que estoy empezando a hartarme. Es incómodo y no conduce a nada, aunque confieso que me intriga que un hombre me mire así, generalmente atraigo más a las mujeres, y ellas a mí. No me mira lascivamente, lo cual es de agradecer, sino más bien con esa ternura que desprenden los amantes maduros, como diciendo “no hay tiempo que perder, si me lo pides, me voy a vivir contigo ahora mismo”. Y yo que le contesto, también con los ojos: “¿pero qué dices, loco? Anda, vete a casa con tu mujer y tus hijos”.
Porque está casado, sí. Lo dice el fino aro de oro que rodea el dedo anular de su mano izquierda, la típica alianza de matrimonio católico. Si está bien o mal casado, eso ya no lo sé, ni me interesa. ¿Habrá visto él mi anillo? Lo llevo en el mismo dedo y en la misma mano, pero el mío es de plata india y lleva grabados los símbolos del sol y del agua de una tribu de América del Sur. Se lo voy a enseñar, a ver si así me deja en paz de una vez y se concentra en su propia vida. Cuando vuelva a mirar moveré la mano, como si abriera y cerrara el libro buscando un pasaje concreto. Ahí está. Ahora. ¿Lo ves, tío? Yo también estoy casada, y bien casada, por cierto. Llevo ocho años con Gloria. Sí, soy lesbiana, ¿no lo sabías? No puede ser. ¿Es que no ves el anillo? ¡Es el típico de una bollera monógama! ¿Y los zapatos? ¿Y el reloj? ¡Te he dado muchas pistas, por Dios! ¿Qué más tengo que hacer para que te enteres de que entre tú y yo no va a haber nada de nada? Has llegado tarde, diez o doce años atrás todavía me fijaba en algunos hombres, pero de repente, un día os esfumasteis todos de mi campo visual. Por eso me jode todavía más descubrirme mirándote precisamente a ti sin saber por qué. No me gustas. No te deseo en absoluto. Tampoco te odio. Simplemente, no eres invisible para mí como los demás. Y no encuentro ninguna razón que lo explique, a no ser la mera curiosidad de saberme observada por ti y ese placer irracional que me produce pillarte mirándome una y otra vez. Alimentas mi vanidad, eso debe ser. Pero, sea por la razón que sea, esto tiene que acabar. A ver, ¿dónde estamos? ¿Hemos parado ya en Urquinaona? Sí. Entonces, me bajo en la siguiente. Hay que actuar rápido, me queda poco tiempo y tengo mucho que decirte.
No recuerdo en qué momento me he levantado ni cómo he llegado hasta el asiento de enfrente, sólo sé que ahora estoy de pie delante de él, que continúa sentado y, cómo no, mirándome.
―Oye, como te llames, olvídame. Sé que no te será fácil después de tanto tiempo, pero lo nuestro ha terminado. Amo a mi mujer y no quiero hacerle esto. Por cierto, ¿lo sabe la tuya, pedazo de cerdo? ¿O es que ella se dedica a seducir a adolescentes en la línea azul? Estáis hechos el uno para el otro, ¡qué asco! ¡Y luego dicen que los homosexuales somos promiscuos!
“¡Titín-titín! Próxima estación: Passeig de Gràcia”.
―Te salvas porque me bajo aquí, que si no… Mira, no tengo nada contra ti, incluso me pareces un buen hombre, en el fondo. A lo mejor tu matrimonio está haciendo aguas y quieres buscar refugio en un nuevo amor. Si es así, tienes que seguir buscando, porque no soy yo.
De repente, me doy cuenta de la mezcla de odio y ternura que me inspira aquel hombre, que no ha dejado de mirarme como lo ha hecho siempre, con ojos de suave idilio otoñal, mientras le he dicho todo esto delante de cien personas anónimas, por lo menos. Pongo mi mano sobre su hombro mientras espero a que se abran las puertas del vagón para poder salir y le digo lo que nunca pensé que diría a un completo desconocido.
―Desengáñate, tampoco podemos ser amigos.

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