El relato anterior “Lesbianarium” retrataba una situación casi idílica; en cambio, la historia de esta semana es un auténtico zarpazo que viene a recordarnos que todo es posible cuando se trata de salir del armario frente a la familia. Entre uno y otro, entre el blanco y el negro, las posibilidades y los matices pueden llegar a ser infinitos.
Madre… ¿no hay más que una?
Iba a pasar el fin de semana en casa de sus padres a pesar de que tiempo atrás, cuando decidió vivir su vida a su manera, se había prometido solemnemente no visitarlos tan a menudo. Por fin empezaba a ser feliz por su cuenta, viviendo en una ciudad costera alejada del árido pueblo de calles y mentes estrechas donde se había criado.
Su madre, que parecía echarla mucho de menos, la llamaba un día sí y otro también. ¿Para qué? -se preguntaba Candela, -si nunca hemos hablado de nada-. A su madre no le bastaba con oír su voz y saber cómo le iba la vida -¿cómo os llaman ahora, “singles”?-, también sentía un macabro placer al escuchar las mentiras que, lo sabía con total certeza, le contaba su hija. Y no es que Candela quisiera mentir a su madre a propósito, lo hacía simplemente para evitarle preocupaciones innecesarias. O eso creía ella. Un día, incluso llegó a contarle que estaba en casa leyendo cuando, en realidad, estaba posando en plena sesión fotográfica con sus múltiples tatuajes como única ropa. Para Candela no se trataba de nada escandaloso posar desnuda, pero sabía que su madre no lo habría aprobado. Además, estaba segura de que oía perfectamente el barullo de fondo, los flashes y las indicaciones de la fotógrafa mientras hablaban por teléfono, pero también sabía que a su madre no le importaba en absoluto que le mintiera. Se había acostumbrado y la mujer no esperaba otra cosa de ella.
A los ojos de su madre, Candela nunca había sido una chica “normal” porque jamás había podido hablar con ella sobre lo que se supone que deben hablar una madre y una hija. Y eso, a Candela, le dolía tan profundamente que a veces no podía ni respirar. Un sentimiento de culpa fundado en no sabía qué había estado a punto de ahogar su existencia más de una vez. Y más de dos. Por suerte, los ataques de ansiedad y los ansiolíticos ya eran cosa del pasado, pero todavía hoy cada vez que veía a su madre mirar a otras madres con sus hijas por la calle seguía notando que envidiaba su caminar cogidas del brazo, con sus cabezas muy juntas, haciéndose toda clase de confidencias sobre chicos, moda, maquillaje y otros menesteres que a Candela le resultaban tan ajenos como el chino mandarín. Lo más cerca de su madre que había logrado andar por la calle eran tres pasos por delante o por detrás de ella, y claro, así el diálogo era poco menos que imposible. Nada que compartir. Nada que contarse.
-Hola. Ya he llegado.
Candela saludó sin muchas ganas mientras entraba en casa de sus padres. A pesar de que llevaba tiempo viviendo sola, conservaba una llave, y sus padres también tenían un juego de las llaves de su piso. No veía nada malo en ello, al contrario.
Al parecer, no había nadie en casa. Suspiró, aliviada. Aparcó la maleta en el pasillo y entró en la cocina buscando algo frío para beber. El calor era sofocante. A medio camino hacia la nevera, vio una postal encima de la mesa. Al fijarse mejor descubrió que era de Miranda, pero no de una Miranda cualquiera sino de su Miranda. Estaba en Egipto, donde pasaría aún dos meses más fotografiando esculturas de antiguas diosas que habían reinado en Mesopotamia antes de la era faraónica. Necesitaba las imágenes para ilustrar su próximo libro.
Ya no tenía sed, ahora su preocupación era otra bien distinta. Se preguntaba cómo se le había podido ocurrir enviarle una postal a casa de sus padres. Sentía tanto pánico que sólo podía pensar en las maneras más crueles y dolorosas de matar a Miranda tan pronto como volviera a verla. ¿Un tiro en el cogote? No, eso era propio de terroristas cobardes. Además, no sabría dónde comprar una pistola ilegalmente. ¿Y si le rebanaba el cuello con el cuchillo del pan? Tampoco, ¿por dónde cortar lo que tantas veces se ha besado con pasión? ¿Veneno en su vaso de leche con cacao? Demasiado lento, acabaría por descubrirse ella solita, carcomida por los remordimientos.
Pensó que tampoco era cuestión de decidirlo en aquel momento, así que se dispuso a leer la postal de Miranda: “Trabajo y más trabajo. Todo, absolutamente todo en estas diosas milenarias me recuerda a ti, sus curvas, sus cuerpos poderosos, sus recovecos… Ellas están hechas de piedra, pero yo no, y por eso no consigo más que imágenes borrosas… Besos por todas partes.”.
Miranda era una artista de la imagen y también tenía el don de la palabra, no le cabía ninguna duda. Siempre se las apañaba para despertar su deseo con las cosas que le decía mucho más que con lo que le hacía, que no era poco. Pero esta vez se había pasado de la raya y había entrado en campo minado. No tenía ningún derecho a revelar a sus padres la relación que mantenían. Habían hablado de ello muchas veces, de día y de noche, en broma y en serio, a grito pelado y también en dulces susurros mientras recobraban el aliento y su sexo dejaba de arder, justo antes de caer profundamente dormidas.
-Tu amiga es muy graciosa, ¿no crees?
Candela se puso tensa como un muelle de pies a cabeza al escuchar la voz de su madre. Venía del balcón. O sea que no estaba sola, y para más inri no podría evitar hablar con ella en ese mismo momento. Muchas gracias, Miranda, -se dijo en voz baja mientras caminaba hacia el balcón. Se sentó a su lado para no tener que mirarla a los ojos. Su madre tampoco volvió la cabeza, así que se quedaron ambas con la vista perdida en el horizonte.
-Esa tal Miranda, digo, tiene gracia que finja que sois una especie de amantes, o algo así… ¿Siempre es tan divertida?
“Divertida”… ¡Claro! Ésa era la palabra clave para sobrevivir a semejante desbarajuste. Todo lo que tenía que hacer era echarle un poco de humor y la pesadilla se desvanecería.
-Sí, mamá. Miranda es una mujer muy divertida. Y hermosa. Y fuerte. Y tierna. Y culta. Y nunca miente acerca de quién es.
-¿Y quién es, si puede saberse?
-Es una mujer hemosexual.
-¡Así que tienes amigos homosexuales!
-No he dicho “homosexual” sino “hemosexual”.
-¿Qué quieres decir? ¿A qué estás jugando, niña? Nunca había oído semejante palabreja.
-Yo tampoco, madre. Creo que acabo de inventarla para ti, para que comprendas lo que quiero decirte. Miranda fue heterosexual hasta que cumplió los 30, incluso llegó a casarse con su novio de toda la vida cuando tenía 24, pero le dejó cuando se dio cuenta de que prefería a las mujeres.
-¿Y luego?
-Luego empezó a salir con chicas, así que pronto le colgaron la etiqueta de homosexual. Pero, puestos a etiquetar, lo cierto es que Miranda es hemosexual, porque fue hetero antes que homo.
-¿Y no sería mejor decir que es bisexual?
-No, madre, porque no tiene intención de volver a salir con hombres, al menos que yo sepa.
-Vaya por Dios… ¿Y luego?
-Bueno, luego me encontró a mí…
-¿Y tú, qué eres? ¿Otra “hemosexual”?
-Quizá deberías preguntárselo a Liberto.
-¡Pobre Liberto! ¿Has vuelto a verle desde que le dejaste?
-En alguna ocasión, muy pocas, por mera casualidad. Pero sigue llamándome de vez en cuando para ver si volvemos. ¿Sabes qué creo, mamá? Creo que siempre hice el amor con Liberto como una lesbiana. Y me temo que le debía gustar mucho porque si no, a estas alturas, ya habría dejado de intentar volver conmigo.
Hacía un buen rato que su madre tenía la mirada clavada en su hija. Siguió haciéndole preguntas.
-¿Y por qué nunca habíamos hablado de esto antes, mi niña?
-Porque vivimos en mundos completamente distintos y nunca diste señales de querer conocer el mío.
-Bueno, -dijo la madre de Candela con resignación, -la verdad es que Abigail ya me había avisado, y he de admitir que estaba en lo cierto, después de todo.
-¿Abigail? ¿Qué Abigail? ¿De quién hablas? Nunca había oído ese nombre antes.
-Yo tampoco, querida Khaila. Creo que acabo de inventarlo para ti, para que comprendas lo que quiero decirte.
No cabía duda, su madre acababa de entrar en su mismo juego, y eso no era propio de ella. Candela no salía de su asombro.
-¿Y… por qué me has llamado Khaila?
-Porque ése es tu verdadero nombre.
-¡Madre, por Dios, que me estás asustando! ¿Cuántos dedos ves aquí? –Candela movía frenéticamente su mano izquierda, con tres dedos extendidos, delante de la cara de su madre, esperando que, en el mejor de los casos, aquello fuera una broma pesada, porque si no estaba claro que tendría que llamar al 112. Hizo todavía un esfuerzo más para intentar que su madre admitiera la broma.
-Espera, espera, me estás tomando el pelo, ¿verdad? Ha llegado la postal de Miranda y has pensado “voy a tomarme la revancha, se va a enterar”. Y, claro, te ha faltado tiempo para avisar al programa ese de Telepingo, ¿cómo se llama?, Trapos Sucios, ¿no? Vale, ¿dónde está la cámara? ¿Hacia dónde miro? Vamos a publicidad, por favor, mi madre ya se ha reído bastante de mí por hoy.
El corazón le latía a un ritmo tan fuerte que su loco bombear se adivinaba por encima de su camisa. Tenía que admitir que su madre había conseguido desconcertarla, la había dejado K.O., y en aquel preciso instante no tenía ni idea de cómo debía reaccionar. Su madre, sin embargo, siguió hablando la mar de tranquila, imperturbable, con voz profunda y una actitud de oráculo que rayaba en la chulería.
-Khaila, ¿vas a escuchar lo que tengo que decirte sin interrumpirme?
-¡Que no me llames Khaila, joder! ¡Que soy yo, Candela!
-Khaila es el nombre que te puso Abigail, tu madre biológica, cuando naciste allí…
¿Cómo? ¿Su madre no era su madre? Aquello era lo que le faltaba por oír. En ese momento se dio cuenta de que no podía seguir enfadada porque sí, sin conocer toda la historia ni estar segura de las intenciones de su madre. Tenía que escucharla hasta el final para saber si realmente eran dos extrañas o si, por el contrario, su madre se estaba volviendo loca. Y si fuera cierto que se le estaba yendo la pelota, a causa quizá de alguna enfermedad degenerativa, o lo que fuera, ¿por qué nadie le había dicho nada? ¿Por qué no la había llamado su padre para ponerla al corriente de una hipotética enfermedad en la familia? Y, ahora que caía en ello, ¿dónde estaba su padre aquella tarde?
-A ver, mamá, te ruego que me lo cuentes todo de una vez. Prometo callarme y escucharte. Estamos en que me llamo Khaila, tú no eres mi madre biológica y no nací aquí sino allí. Pero, ¿dónde es “allí”? ¿Puedes concretar un poco más?
-Naciste en Venus.
Candela soltó una carcajada, esperando que su madre le respondiera con otra. Fin de la broma, la vida es bella, cerveza para todos. Pero no, su madre seguía con el semblante serio, impasible, exigiéndole con una mirada intensa que mantuviera su promesa de no interrumpirla.
-Naciste en Venus –repitió-, el planeta de las mujeres, donde vivía Abigail, tu madre. Murió pocos días después de haberte dado a luz. Ella sabía que iba a morir, así que se preocupó de buscar una madre para ti fuera de su planeta, donde su raza estaba siendo perseguida y exterminada.
-Entonces, ¿Abigail murió asesinada?
-No, estaba enferma y sabía que moriría si alguna vez tenía descendencia porque su cuerpo no podría superar un parto. Pero aun así decidió tenerte y morir por ti. Su último esfuerzo fue enviarte a mí.
-Pero… ¿cómo?-. Candela estaba ahora absorta en la historia que le estaba contando su madre, igual que una niña pequeña escuchando el cuento de cada noche, antes de dormirse.
-Debió hacerlo al azar, quiero decir que no creo que me eligiera precisamente a mí.
-Sí, pero ¿cómo me hizo llegar aquí desde Venus? ¡Es imposible! Ay, madre, que tu historia cojea…
-Eso no lo sé, yo sólo sé que te encontré en el horno la calurosa mañana del 7 de agosto de 1970.
-En el horno… Ya… Vale…
Su madre seguía hablando con la mirada fija de nuevo en el punto más lejano del horizonte, pero en realidad sus ojos miraban hacia su propio interior.
-Recuerdo que estaba cocinando. Ya había rellenado el pollo e iba a meterlo en el horno. Lo abrí y allí estabas tú, pequeña y desnuda.
-¡Y entonces me sacaste a mí y metiste el pollo! ¿A que sí?
-Empezaste a llorar desconsoladamente. Me pareciste el ser más precioso e indefenso de la tierra, un valiosísimo e inesperado regalo para tu padre y para mí. Habíamos intentado durante tantos años tener un bebé que cualquier esperanza se había desvanecido bastante tiempo atrás. Y entonces llegaste tú, súbita y desafiante. No podíamos hacer otra cosa más que acogerte como nuestra hija. Por eso nos mudamos aquí casi inmediatamente, para no tener que dar explicaciones a nadie.
Candela se masajeaba la cabeza con ambas manos, como intentando ayudar a su cerebro a procesar toda aquella información, a todas luces inverosímil. Siguió tirando del hilo, quería saber hasta dónde llegaría todo aquello.
-¿Y papá? ¿Tampoco él es mi padre? ¿Y dónde coño está? ¿No debería haber vuelto a casa para cenar? Son casi las ocho…
-Tú no tienes padre. Abigail y todas las mujeres de su misma raza pueden procrear por su cuenta, sin intervención masculina. Por eso eran perseguidas en Venus por el Penex Klan, una asociación formada por hombres que no se resignaban a su nula aportación a la vida en el planeta.
-¡El Penex Klan! ¡Toma ya! Madre, sin duda eres mi heroína, una heroína de las que se admiran, quiero decir, no me malinterpretes, aunque, escuchándote contar esta historia, también podrías ser de las que se chutan. A ver, si mi padre no es mi padre, entonces su apellido tampoco es el mío. ¿Estamos?
Su madre dudó un momento ante la pregunta de Candela.
-Correcto. Por lo que yo sé, no hay apellidos en Venus, así que te dimos los nuestros.
-Entonces, ¿crees que a papá le importaría si lo cambiase? Tiempo atrás estuve pensando muy seriamente en hacerlo.
-Bueno, espero que tengas una muy buena razón para ello, porque tu padre podría molestarse si lo hicieras por cualquier tontería. No olvides nunca que tanto él como yo te hemos criado como si fueras nuestra hija de verdad. De hecho, lo eres. ¿Por qué quieres traicionarnos ahora cambiando tu apellido paterno?
-No estoy hablando de eliminarlo completamente, creo que bastaría con cambiar las vocales de sitio. Si pudiera llamarme Tarcor en lugar de Torcar sería fantástico. Y un alivio, además…
Ahora era su madre quien no entendía a su hija.
-Pero… ¿por qué?
-Porque Torcar me pone las cosas todavía más difíciles, sobre todo al principio de descubrir mi verdadera orientación sexual. ¿Recuerdas aquel viaje que hice a Espringburgo hará unos siete años?
-Sí, el mejor verano de tu vida, según dijiste al volver. Algún día tienes que decirme dónde demonios está esa ciudad para que pueda situarla en el mapa.
-Fue mi mejor verano, sí. Descubrí una ciudad maravillosa habitada por personas cultas y evolucionadas, donde cualquier estilo de vida es respetado por igual. En Espringburgo me colgué de una mujer por primera vez. Se llamaba Erika y trabajaba en el departamento de comunicación de una empresa multinacional.
-De acuerdo, puedes ahorrarte los detalles, niña. Sólo dime por qué quieres cambiarte el apellido.
-Porque Erika me contó, ahogándose de risa, lo que significa “törcar” en su idioma.
-Vaya, ¿y qué significa? No puede ser tan terrible, ¿no?
-Madre, “törcar” significa “polla minúscula” en espringalés.
Su madre no pudo reprimir una gran carcajada que se convirtió casi en un grito.
-¿En serio? ¡Dios mío, no puede ser, tengo que decírselo a tu padre!
-A Erika le pareció igual de gracioso. Casi se ahoga, la pobre. Simplemente le parecía increíble que una lesbiana pudiera apellidarse “polla pequeña” y me aseguró que lo tendría muy crudo si pretendía ligar en aquella ciudad con semejante apellido.
-Mujer, si se trataba tan sólo de ligar, con no decir tu apellido bastaba, ¿no? Hoy en día la gente se acuesta sin saber nada unos de otros.
-En tu mundo puede que sea así de fácil, aunque no tanto como en el de los hombres gais, pero en mi mundo la cosa se complica un poco más. Ni te imaginas cuánto pueden llegar a hablar dos mujeres antes de compartir cama, mamá.
-Vaya, no lo sabía. En ese caso sí que debiste pasarlo mal en Espringburgo, “señorita Minipene”.
De repente se estaban partiendo de risa las dos juntas por primera vez desde que habían empezado a hablar aquella tarde, quizá incluso desde hacía años. Se reían con ganas, sin poder parar ni siquiera para respirar, y por sus mejillas se deslizaban enormes lagrimones. Candela pudo al fin recomponerse antes de hacer otra pregunta a su madre.
-¿Se lo dirás a papá?
-No es necesario, también leyó la postal.
-¿Va a venir a cenar? Se está haciendo tarde, ¿no estás preocupada?
-¿No quieres saber qué pasó después?
-¿Después de qué?
-¡De haberte encontrado, niña! A veces me sacas de quicio…
-¡Ah, sí! Claro, mamá, dime, ¿qué hicisteis después?
-De hecho, todo fue muy sencillo. Nos limitamos a seguir las instrucciones al pie de la letra.
En ese momento, la madre de Candela se levantó y se dirigió a la cocina. Caminaba pausadamente, sus setenta años no daban para más. Candela la miraba y veía en ella a una mujer mayor que cualquier día desaparecería de su vida para siempre. Que nunca se hubieran entendido no significaba que no la quisiera. Mientras cavilaba sobre la hipotética muerte de su madre “adoptiva”, todavía lejana pero más inaplazable cada día que pasaba, la observaba regresar desde la cocina con un papel en la mano. Al llegar al balcón se lo entregó.
-Es una carta de Abigail. Venía contigo. Léela.
Candela desdobló el papel y empezó a llorar amargamente, aunque de manera contenida, al reconocer la letra de su madre. Seguramente habría escrito aquellas líneas durante esa misma tarde, poco antes de que ella llegara. Leyó tan rápido como pudo.
“Querida quienquiera que seas:
Por favor, acoge a este bebé. Es tuyo. Es mi regalo. Yo no podré cuidar de ella, así que tendrás que hacerlo por mí. Su nombre es Khaila, pero puedes cambiarlo por otro si te apetece, aunque te advierto que el nombre es lo único que podrás cambiar en ella; pase lo que pase, nunca trates de corregir nada de lo que haga, de lo que diga, de cómo sea. Sería inútil. Ella nació para ser libre y amar a sus semejantes. Todo lo que puedes hacer es quererla como es. Si no te ves capaz de hacerlo es que no eres una madre apropiada para ella, y en ese caso es mejor que la des en adopción. Pero si aceptas la responsabilidad deberás ser honesta con ella y contigo misma. Tienes mi amor y mi gratitud.”.
Candela dobló la carta y la guardó en uno de los bolsillos traseros del pantalón. Iba a decirle a su madre que el juego había terminado, pero ella se avanzó y le habló en un tono duro y seco que no había utilizado en ningún momento a lo largo de la tarde.
-Y ahora, mi niña, coge tus cosas y vete. Y no vuelvas jamás. Éste no es tu planeta, aquí no te comprenden, no eres bienvenida. Tu padre se fue antes de que llegaras y no volverá hasta que te hayas ido.
El rechazo era claro, por fin un mensaje con sentido.
-¿Puedo llamarte de vez en cuando?
-No.
Candela pudo besar a su madre antes de que ella retirara su mejilla. Recogió su maleta en el pasillo y se encaminó hacia la puerta. De repente se volvió para preguntarle a su madre si era cierto lo de su padre.
-¿Si es cierto? ¿El qué?
-Lo del significado de su apellido.
Su madre quiso dibujar una sonrisa que no pasó de ser una tragicómica mueca, un rictus absurdo a medio camino entre la vergüenza y la autocompasión.
-No lo sé, mi niña, el pene de tu padre es el único que he visto en toda mi vida.
-Entonces quizá deberías salir más a menudo, mamá –replicó Candela mientras cerraba la puerta tras de sí.
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